Entrevista a Paula Merelo

Paula Merelo, laica, profesora de secundaria y miembro del Equipo Pedagógico Provincial de los Claretianos, acaba de escribir un libro que está causando impacto. «Adultos vulnerados en la Iglesia» se refiere a un tipo de abusos de los que se habla poco: aquellos en los que una persona de Iglesia, generalmente un clérigo, aunque no siempre, abusa de otra persona mayor de edad valiéndose de su posición de poder y de su ascendente espiritual. Pocas veces se los denuncia y raramente se escucha y cree a las víctimas.
¿De qué hablamos cuando te refieres a adultos vulnerados en la Iglesia? ¿Quiénes son las víctimas?
Una víctima adulta es alguien que es mayor de edad, que ya tenía al menos 18 años cuando se producen los hechos. Al ser relaciones entre adultos, se da por sentado que existe consentimiento y, por tanto, no hay abuso. Pero ser mayor de edad no implica consentir. Se produce abuso porque hay una asimetría en las relaciones, como la hay con un médico, un jefe, el maestro o el terapeuta. Las relaciones asimétricas no son malas en sí, pero no estamos en un plano de igualdad por lo que el que está en una posición de poder tiene la responsabilidad del cuidado del otro. Dentro de la Iglesia no se debería de producir ningún caso de abuso, pero lamentablemente ocurre muchas veces, por ejemplo, con el párroco, los y las superioras de comunidades religiosas, formadores, catequistas y, más grave aún, con el director espiritual. Se acude a esta persona como referente de Dios para mí y como ayuda para mi camino espiritual y esa persona, que es la responsable de mantener la relación de cuidado, si traspasa cualquier otra línea, está abusando, por esa situación de desigualdad de partida. No siempre hablamos de agresión física, sino de una relación en la que, con cuidado y muchas veces haciendo alusión a Dios, con suavidad y dulzura, pero con un lenguaje manipulador, se genera una situación que termina derivando en el ámbito sexual.

Hablo en el título de «adultos vulnerados» en respuesta al Código de Derecho Canónico que se refiere a los «adultos vulnerables» como personas que sufren problemas físicos o psíquicos que las equiparan a los menores y solo en estos casos se reconocen los abusos. No podemos pensar que los abusos ocurren porque la víctima tiene una característica que facilita o propicia la agresión. De hecho, adultos vulnerables somos todos. La agresión se produce porque hay un agresor que toma la decisión de agredir. Entonces hay un adulto vulnerado.
En estos casos, siempre se da previamente un abuso de conciencia, espiritual, de poder. Todo abuso sexual viene precedido de esos otros abusos. Por eso, para mí, la actual Comisión de investigación en la Iglesia es insuficiente, porque solo se va a centrar en menores y abusos sexuales. Tristemente, a pesar de lo poco que se habla de estos casos, los abusos a personas adultas son mucho más frecuentes que los abusos a menores. Hay autores que plantean que los casos de abusos a adultos cuando las víctimas son hombres son el doble, mientras que pueden llegar a ser hasta cuatro veces más frecuentes cuando las víctimas son mujeres.
Lo primero que sorprende es saber que muchos de los abusadores son de reconocido prestigio como acompañantes espirituales…
A veces son gente muy prestigiosa, no solo como acompañantes espirituales, también como oradores, profesores, personas carismáticas, de grandes habilidades sociales. Y se suele unir un cierto narcisismo. Eso facilita que la asimetría se agudice, y cuanta más asimetría, más riesgo de que se pueda abusar. Hay características que se repiten en la figura del agresor: su prestigio social, que les da una gran seguridad y refuerza su orgullo, su soberbia. Y está el narcisismo, que es la centralidad del yo. Los demás dejan de ser fin en sí mismos y se convierten en medio para complacer sus deseos y necesidades, en un proceso que se va desarrollando lentamente.
Los abusos a personas adultas en la Iglesia son mucho más frecuentes que los abusos a menores
¿Cómo funciona ese mecanismo del abuso?
Generalmente, comienza con un proceso de cortejo o, como es conocido en el mundo anglosajón “grooming”, para, poco a poco, ir generando una relación de dependencia, que será favorecida si la persona atraviesa una mala época o un momento especialmente delicado. El abusador se presenta como el único acompañante en ese momento delicado, el único que la entiende, y se genera una dependencia afectiva grande. La víctima vive primero en el desconcierto, en una maraña emocional, en la mezcla de ese acompañamiento espiritual con la relación sexual en la que se mete a Dios también por medio y le cuesta reconocer que alguien en quien confía y de quien espera únicamente cuidados pueda estar dañándola. El agresor con frecuencia la culpa, «mira lo que me has hecho hacer», y ella se siente culpable ante esa persona referente. Además, juega muchas veces el miedo, el «nadie te va a creer» si lo cuentas. La negación final por parte de la víctima, el «no quiero esto”, no es inmediata, cuesta llegar a salir de esa realidad de dependencia, secretismo, y culpabilidad.
¿Cuántos casos se denuncian y por qué muchos no se denuncian?
No se sabe cuántos casos se denuncian. Apenas existen datos de prevalencia en los casos de abuso, esa es la causa por la que yo con mis medios hice una encuesta y al final logré 300 respuestas. Entre los resultados, lo primero que llama la atención es que un trece por ciento decía conocer casos de abusos a adultos en la Iglesia. De estos casos, las víctimas eran mayoritariamente mujeres y los victimarios, principalmente clérigos. Estos datos vienen a reforzar otros estudios que hablan de que, mientras en los casos de abusos a menores las víctimas son mayoritariamente niños, entre los adultos, las víctimas son fundamentalmente mujeres. Se considera, en general, que el 90% de los abusos sexuales en la sociedad no se denuncia, por el tabú sexual y la vergüenza que supone para las víctimas. En la Iglesia se añade un factor que es que cuando las víctimas acuden a denunciar, generalmente, se las ha estado ignorando o revictimizando dando por supuesto el consentimiento: «sois adultos, tú sabías lo que hacías». Eso si se la llega a escuchar. Existe además un gran desconocimiento del Derecho canónico entre personas que deberían hacerse cargo de estos casos. Y además la interpretación de la ley ha sido a favor del victimario y de la institución. Lo de «la verdad os hará libres» no ha calado, se piensa en defender a la institución frente a una persona que ya ha vivido un infierno; ha habido personas que se han quitado la vida por este tema.
En los pocos casos en que la persona ha encontrado la fuerza para acudir a un obispado o al Superior responsable de una congregación, se encuentra con que el corporativismo es atroz y no se la escucha. Eso es revictimizador, desgarrador. Si eso se cuenta, no me extraña que las víctimas no acudan a denunciar. ¿Qué estamos haciendo con estas personas? Las víctimas se van a los medios de comunicación porque no estamos sabiendo acogerlas y escucharlas en casa, también en los casos de menores. Y me quito el sombrero porque muchas de las víctimas se siguen sintiendo parte de la Iglesia. Pero todos tenemos una responsabilidad ante ellas. Hay quienes miran para otro lado, quienes recomiendan el silencio, quienes reprochan «tú ya sabías, eras mayor». Pero todos tenemos la responsabilidad de escuchar, acoger y no herir.
¿Por qué no se cree a las víctimas?
Hay a quienes esto se les hace demasiado grande, es difícil mirar tanto sufrimiento a la cara, es más fácil negarlo. En un medio clerical, además, se tiende a creer al sacerdote: cómo va a ser éste, que es tan buen sacerdote, que predica tan bien… A mucha gente se le hace bola, es tan atroz que tiramos balones fuera, pensamos que es algo del pasado, o se recurre al argumento de que fuera de la Iglesia ocurre más. También está lo de salvaguardar la imagen de la Iglesia. Pero, como dice Francisco, prefiero una Iglesia herida y manchada por salir al encuentro a una Iglesia inmaculada, sin mancharse ni responder a las realidades del mundo. No hay mayor mancha que proteger a quienes cometen estos actos atroces. La respuesta de la Iglesia debería de ser valiente y reconocer lo que hay. Yo creo que lo que se está haciendo sobre los abusos (protocolos, mejoras en los procesos de selección y formación, etc.) va a lograr que disminuyan los casos, pero no van a desaparecer. Pero lo que no puede ocurrir de ninguna manera es el tratamiento actual a las víctimas por el sufrimiento que ocasiona y porque la cultura del ocultamiento favorece y retroalimenta que se produzcan de nuevo estos hechos. Con frecuencia, se aparta o aleja al acusado un tiempo, pero no se toman medidas drásticas y al ocultar los hechos se favorece que se repitan.
No hay mayor mancha que proteger a quienes comenten estos actos atroces
Afirmas que hay que publicar el nombre de los agresores, algo que no se hace a día de hoy…
No se trata de abrir el Telediario con el nombre de un agresor, pero sí de que se sepa en las congregaciones y en el entorno en que han ocurrido los hechos. Es una forma de justicia con la víctima, es validar su testimonio, por un lado, y es además una forma de protegernos: esta persona puede ser un profesor estupendo, pero hay que protegerse de él y se tiene que saber en el entorno en el que se mueve. Hay quien habla de segundas oportunidades y de misericordia, pero no hay que confundir misericordia con justicia. Cuando alguien roba, hay un juicio y va a la cárcel y cumple su condena. Luego, si se ha arrepentido, preocupémonos de que pueda retomar su vida. El camino con los agresores no se puede iniciar sin que hayan reconocido plenamente lo ocurrido y su responsabilidad. Hay que reconocer la gravedad y la hondura del sufrimiento causado y a partir de ahí, si esto se da, también cabría plantearse el acompañamiento a los agresores. El nombre de los agresores debe de saberse por justicia y por precaución. Y es responsabilidad de las instituciones hacerlo, no echar ese peso sobre las víctimas. Hay víctimas que después de su denuncia pública han sufrido recaídas en sus procesos. De modo que no es justo que, además de todo lo que llevan vivido, tengan que ser ellas las que se vean forzadas a exponerse para hacer público el nombre de los agresores. En otros países hay listas públicas de sacerdotes y personas sobre las que ha habido denuncias verificadas -la inmensa mayoría lo son- y se dice qué ha ocurrido con esa persona y dónde está. Hay cárceles eclesiales, lugares apartados, alejadas de la vida pastoral pública. En España no es así. En el caso de la víctima cuyo testimonio presento en el libro, la congregación del abusador no quiere presentar públicamente su nombre, cuando la misma congregación en otros países tiene listas públicas de agresores.
El nombre de los agresores debe saberse por justicia y por precaución
Pero, dices, hay que ocultar el nombre de la víctima…
La víctima bastante tiene con lo sucedido, no tendría de qué avergonzarse, pero con frecuencia recae sobre ella el peso del tabú y de los prejuicios sociales, además del propio sentimiento de culpa y vergüenza por lo ocurrido. Y además, agredimos con nuestros comentarios fácilmente a alguien que ya vive un sufrimiento atroz, del que cada uno sana como puede. Además, hay un machismo ambiental y las víctimas son mujeres mayoritariamente. Ojalá pudiéramos crear espacios en la Iglesia en que las víctimas pudiesen hablar sin miedo, porque nos sensibilizarían, nos enseñarían y nos acercarían a ese Jesús que ha estado siempre con las víctimas. Por eso afirmo que las víctimas están ayudando a la Iglesia. Están queriendo ayudar a la Iglesia a pesar de que se las trate a veces de demonios que quieren dañar la imagen de la Iglesia y atacarla. Y nos ayudarían mucho más si las escuchásemos de verdad, con el corazón.
¿Hay que mirar a la cultura interna de la Iglesia como causa de ese maltrato a la víctima tras los hechos?
Sí, fundamentalmente al clericalismo y la ocultación. El propio papa Francisco ataca el clericalismo: los ministros son elegidos de Dios, y forman parte no de un club de servidores, como deberían de ser, sino de un club de elegidos, que se protegen y se ensalzan entre sí. También hay mucho laico dependiente que espera el reconocimiento y orientación del clero como si fuera claramente palabra de Dios. Y se da una tendencia a protegerse entre ellos, que son –según entienden- los importantes en la Iglesia, que les lleva a tapar estos casos de abusos, a barrer para casa. Tal vez no se dan cuenta de que así están dañando a todos esos otros sacerdotes, la inmensa mayoría, que son buena gente.
Si un obispo o un superior ocultan lo ocurrido y protegen al agresor, están transmitiendo el mensaje a la población de que ese comportamiento es normal o, al menos, se tolera y, por tanto, queda la sospecha de que pueda seguir pasando.
Como cuenta una víctima, el superior permite que esa persona que me ha agredido con sus manos y me ha herido en lo más profundo, con esas mismas manos va a seguir consagrando. Cuando no ha habido reconocimiento de los hechos, es tan grave como para apartarlos del ministerio pastoral. Sin embargo, ocultándolo se perpetúa una estructura de mal dentro de Iglesia, una estructura de pecado que genera y permite que se perpetúe este pecado. El propio Hans Zollner, sj habla de que, en muchas ocasiones, el pecado es estructural porque se encuentra en las propias estructuras y en los procesos. Y eso es mucho más grave y más difícil que luchar contra un pecador individual. Por eso todos tenemos responsabilidad en el tratamiento que demos al tema y en la atención a las víctimas.
Criticas en el libro el abordaje del tema que se hace en el Derecho canónico por estar centrado en el agresor…
No está preparado el Código de Derecho Canónico para abordar estos casos, a pesar de algunos avances. Los procesos son muy oscuros. Y ¿cómo es posible que las denuncias vayan mediadas por la propia institución del agresor? Tú vas al Provincial a denunciar y a veces se decide que el instructor de la causa sea un compañero de comunidad del agresor. ¿Qué neutralidad es esa? La víctima ni siquiera es parte en el proceso, sólo recibe información por su insistencia y, si tiene suerte, la buena voluntad de alguien, pero el Derecho canónico no la reconoce como parte procesal. El proceso canónico se centra en los agresores y especialmente en la vulneración de las normas dentro del sacramento de la reconciliación, que es donde tiene potestad Doctrina de la Fe en los casos de adultos. Parece que preocupa más que el sacerdote se salte las normas sacramentales, por ejemplo, dando la absolución a una “amante”, porque es un delito contra la sacralidad de los sacramentos, pero no se reconoce la centralidad de la víctima, dañada en la sacralidad de su persona.
En los procesos canónicos no se reconoce la centralidad de la víctima, dañada en la sacralidad de su persona
Ha habido algunas mejoras en el Código, ahora se puede perseguir a laicos, catequistas, consagrados, etc, y no sólo sacerdotes, y se ha ampliado el concepto de adulto vulnerable, pero sigue siendo insuficiente. El Código de Derecho Canónico debería de ser más claro y más rotundo en la opción preferencial por las víctimas, que es lo que está claro en el evangelio.
¿Qué hace falta en la Iglesia para un abordaje suficiente de este problema terrible?
Se están dando pasos, pero, como indica Zollner en el prefacio de mi libro, la Iglesia es como un barco grande al que le cuesta mucho cambiar el rumbo, aunque cuando lo cambia, afecta a mucha gente. Lo que se precisa es que los intentos de Francisco por cambiar las cosas se conviertan verdaderamente en un cambio cultural dentro de la Iglesia. Hay que continuar el cambio hacia un Código más claro, hacia el reconocimiento y la escucha a las víctimas; tenemos que conocer y escuchar su dolor, y no hacerlas sentirse culpables, lo que las empuja fuera de la Iglesia. Necesitamos que se conozca la verdad de lo sucedido, y que se trate de reparar -es un daño que tal vez no llega a sanar totalmente nunca- también con indemnizaciones. Las víctimas no vienen a pedir dinero, pero muchas tienen una terapia costosa, otras han tenido que dejar su trabajo, también se necesita dinero. Y los procesos tienen que ser trasparentes. En definitiva, justicia y reparación.
Cuesta llegar a salir de esa realidad de dependencia, secretismo, y culpabilidad
Dices que el libro es “analógicamente interactivo”…
Al final del libro he dejado un enlace a la encuesta que he utilizado para obtener los datos que ofrezco en el libro, a la que invito a responder a personas creyentes que se sientan cerca de la Iglesia, como yo misma me siento. En mi estudio, hay un trece por ciento de personas que dicen conocer casos de abusos a adultos en la Iglesia. Sería bueno tener más datos sobre esta realidad dolorosa y silenciada. Cuantas más respuestas, más peso pueden tener los resultados. Y quiero hacer especial hincapié en el hecho de que son tan importantes las respuestas de personas que conocen casos como las de aquellas que no han conocido nunca a nadie que haya sufrido abusos. La pregunta inicial es “¿Conoce a alguna persona que, siendo adulta, haya sufrido abusos sexuales dentro de la Iglesia?” y por eso tanto el sí como el no son valiosos. Este es el enlace: https://forms.gle/Laxyh3N3mR1gNxx47.
Y también hay una correo electrónico, adultosvulnerados@gmail.com, donde se puede contactar y que abro exclusivamente yo. La víctima cuyo impactante testimonio se presenta en el libro no pierde la esperanza de que aparezcan otras víctimas de su mismo abusador, y esa es una posibilidad de contacto indirecto con ella.
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