Oekumene en Jerusalén

Un pope ortodoxo reza en la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. Que un papa viaje a Tierra Santa ya casi no es noticia. Desde Pablo VI, con la lógica excepción de Juan Pablo I, han ido todos los pontífices. Francisco lo hará a finales de este mes. Al Vaticano le gusta calificar estos viajes como peregrinaciones a las fuentes de la fe. En parte, sin duda, lo son. Pero a nadie se le escapa que son, además, mucho más que eso, habida cuenta de la complejidad del contexto local de Oriente Próximo y las repercusiones universales que lleva consigo cualquier palabra, gesto u omisión del papa. Y más aún si se comprime todo en apenas tres días -que es lo que durará su estancia allí- y en tres etapas: Amán, Belén y Jerusalén.

Al margen de los aspectos candentes propios de la región –la guerra siria, el éxodo cristiano, la libertad religiosa, la paz entre la población israelí y la palestina, etc.-, este viaje tiene una significación ecuménica especial, que el mismo Francisco ha insistido en remarcar: la conmemoración del encuentro histórico en Jerusalén, en 1964, entre Pablo VI y Atenágoras, patriarca ortodoxo de Constantinopla. Fue algo realmente inédito, que impactó a toda la “cristiandad”: no solo era la primera vez que un papa –desde San Pedro, se supone- pisaba Tierra Santa, sino que los representantes de las Iglesias latina y griega no se veían las caras desde el lejano 1439. Aquel abrazo fraternal, en plena vorágine conciliar, tras mil años dándose la espalda, marcó el regreso al diálogo, que se consolidó en 1979 con la creación de la Comisión teológica mixta internacional, que aún sigue dando frutos.

Medio siglo después, sus sucesores -Francisco y Bartolomé, actual patriarca constantinopolitano- volverán a encontrarse en el mismo lugar. Tres veces en dos días. Primero, a solas. De este encuentro, privado, saldrá una declaración común. Habrá otro, igualmente privado, al día siguiente. La reunión, como ha declarado el propio Bartolomé, “no será solo protocolaria. Eso no tendría ningún interés. Queremos señalar que los muros de separación construidos a lo largo de la historia están a punto de ceder. Debemos dar un signo visible de que el ecumenismo no se apaga. Y tenemos, incluso, que atrevernos a pensar que este encuentro constituirá un momento de gracia hacia la unidad de los cristianos y la comunión plena de nuestras dos Iglesias hermanas”.

A pesar de las bienintencionadas declaraciones de Bartolomé, el diálogo teológico con la ortodoxia parece haberse encallado en los últimos tiempos a cuenta de la sempiterna cuestión del primado romano. De ahí que muchos consideren que esta iniciativa supondrá un nuevo impulso desde otra perspectiva. La insistencia del papa “sobre lo que nos une y lo que ya compartimos”, dice Frans Bouwen, especialista del diálogo con las Iglesias orientales, “puede ayudar a reencontrar el espíritu de aquel primer encuentro, que se ha ido perdiendo con el tiempo: el diálogo de la caridad, del amor. Sin este ánimo fraternal no podremos ir más allá”.

Pero habrá más. Aun con la brevedad del viaje, Francisco no quiere limitarse a revivir el pasado. Así, también tendremos acontecimiento inédito en esta peregrinación: un encuentro ecuménico de ambos líderes, en el Santo Sepulcro con los representantes de todas las Iglesias cristianas con presencia en Jerusalén: trece entre los diversos ritos católicos, caldeos, coptos, ortodoxos, armenios, anglicanos y luteranos. A juicio del padre Bouwen, “esta reunión puede ser la ocasión para relanzar del ecumenismo no solo en Jerusalén, sino a escala internacional. En este aspecto -y no en el plano político- sí podemos esperar avances gracias al viaje papal”.

Hay que señalar que aquel primer encuentro tuvo también consecuencias locales. La Iglesia ortodoxa es mayoritaria en Jerusalén y, desde entonces, las relaciones con el catolicismo mejoraron sustancialmente. Las Iglesias comenzaron a hablar, a respetarse e, incluso, a adoptar posturas comunes sobre diversos aspectos en los últimos años. Sin embargo, se trata, más bien, de un ecumenismo protocolario. Hasta hoy, no han sido capaces de sentarse en torno a una mesa a debatir sobre las cuestiones latentes que les enfrentan: el proselitismo, la colaboración pastoral, la unificación de las fechas de las grandes festividades cristianas…

Por no hablar de las mismas Iglesias católicas –seis, además de la latina: griega, copta, siria, armenia, maronita y caldea-, que acaban de salir de un largo periodo de rivalidades y apenas empiezan a colaborar unas con otras. Parece que todas necesitan del impulso de Francisco para estrechar los lazos entre ellas. Y esto no es baladí, tal como están las cosas. Lo dicen los patriarcas católicos de Oriente –es decir, sus propios dirigentes- en un reciente documento conjunto: “En Oriente, seremos cristianos juntos o no seremos”.

¿Y el diálogo interreligioso? En sus respectivos viajes, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI quisieron destacar este aspecto organizando sendas cumbres. Pero ambas acabaron en fracaso, con judíos -por un lado- y musulmanes -por otro- lanzándose mutuamente reproches y acusaciones, sobre todo de carácter político. Francisco se ha mostrado más humilde, aunque no dejará de visitar al gran muftí y a los dos grandes rabinos de Jerusalén. Y, conociéndolo ya como vamos conociéndolo, algún mensaje dejará caer.

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