El gozo de la apostasía

La alegría inmensa de recuperar la libertad y el derecho a seguir más fielmente el mensaje de solidaridad universal que tantas personas a lo largo de la historia han proclamado. La alegría de haber roto las cadenas de la hipocresía institucionalizada.

La alegría incontenible de escuchar, por fin, la noticia de liberación y amor incondicional. La satisfacción de tomar las riendas. La alegría de volver a andar sin las muletas católicas. La alegría de volver a ver sin las gafas sucias de la moral cristiana. La alegría de volver a sonreír sin la condena opúscula de la dogmática. La alegría de volver a pensar sin la doctrina clerical.

La alegría de reconstruir la propia vida como un sacramento real y no simbólico o meramente ritual. La alegría que no puede ser contenida en los moldes jurídicos de lo mundano. No hay ritual mágico que sustituya la realidad del nacimiento a la vida como bautismo primigenio.

¿Hay algo más pagano que un catolicismo excluyente? ¿Hay algo más hipócrita que un cristianismo de tercera regional? ¿Hay algo más injusto que una usurpación religiosa del trono que habita la Bondad en todo corazón humano?

¿Para cuándo la revolución indignada en la Iglesia Católica? ¿Para cuándo? ¡Lo llaman “buena noticia” y no lo es! ¡Lo que predican con los labios lo destripan con las manos! ¡Proclamemos un minuto de silencio místico! ¡Basta ya de tanta charlatanería y falsa sumisión!

La obstinada tendencia religiosa a esclavizar a sus semejantes es una forma de relación inhumana, atea. Diríase que los auténticos ateos no son los que dicen negar la existencia de dios, sino más bien aquellos que generan y desarrollan relaciones de esclavitud con el prójimo. En nuestra época la fe se ha desplazado desde el cristianismo al neoliberalismo, aunque muchas veces se han complementado.

Paradójicamente observamos que los que más necesitan justificarse por su demencia esclavista son los más aguerridos defensores del capitalismo, de lo religioso y del moralismo.

De lo anterior desvelamos que el ser humano disfraza de religión su inmenso miedo existencial, su ausencia de sentido, su falta de esperanza, su declaración de desconexión e irreconocimiento frente al prójimo.

Una vivencia auténtica de la solidaridad haría innecesaria toda religión, todo templo, toda iglesia de piedra, los andamios históricos de la insolidaridad. Y lo más triste es que, mientras existan las religiones, no habrá jamás solidaridad universal.

Incluso en un mundo más justo y equitativo, al que sin duda debemos aspirar, encontraremos viva y resplandeciente la experiencia de desvalimiento, ¡ésa es la clase de pobreza que siempre tendremos entre nosotros! Para darle respuesta continua e ininterrumpidamente es también necesaria una cultura de fraternidad.

Sin embargo, sentimientos egoístas nos embriagan. El que ansía poder, el que necesita adulación, el que pervierte la amistad… Todos ellos embriagados de egoísmo.

Pero también todos tenemos impreso en lo profundo el valor la solidaridad, sólo es preciso hacernos conscientes de su realidad. Pero no es fácil. Nos han enseñado que no hay nada más grande ni divino que tal o cual profeta, sin decirnos que fundamentalmente somos fiel reflejo de la pequeñez y humanidad de los empobrecidos. Nos han enseñado grandes verdades teológicas, sin decirnos que formamos parte inexcusablemente de dichas verdades.

Hemos sido separados, expulsados del paraíso no por Dios, sino por nuestros semejantes.

Las enseñanzas de la Biblia y de los grandes libros sagrados están grabadas en el corazón humano. No sería necesario gastar ni un céntimo en imprimirlas y publicarlas. No hay Biblia que pueda contener la verdad del ser humano. Frente a la condena del ser humano, hay que ejercer la potestad de iconoclastia. Se trata de liberarse de los apegos jerárquicos, los apegos litúrgicos, los apegos hermenéuticos, los apegos bíblicos…

¡Lo llaman “buena noticia” y no lo es! ¡Lo que predican con los labios lo destripan con las manos! ¡Proclamemos un minuto de silencio místico! ¡Apostasía real ya!

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