Poker y repoker: Una historia (que podría estar) basada en datos reales

“No le digas a mi madre que soy periodista.
Ella piensa que soy pianista en un burdel”.

Tom Wolfe

“Y ya sabes” dijo mientras revolvía el pelo de su hijo y le daba un beso de despedida “si te preguntan en que trabaja tu padre, di tan sólo que es ingeniero”. Esperó a que el niño entrara por la puerta del colegio, se montó en el coche —último modelo de SUV híbrido enchufable—, hizo un gesto al automóvil de sus guardaespaldas para que se pusieran en marcha y continuó camino del trabajo.

47 años, bien trajeado pero no encorbatado que es lo que se lleva ahora, mocasines impolutos, camisa blanca, pelo descuidadamente revuelto, abdominales y cuerpo fibroso como corresponde a alguien que corre ironmans y maratones. Ingeniero por una prestigiosa universidad privada y Master en EE.UU.

La mañana había empezado como todas las mañanas: un rato de running por la urbanización seguido de cerca por sus dos perros entrenados para hacer frente a cualquier agresor , ducha, desayuno detox con zumo de 5 hortalizas verdes, tostada integral con aguacate, café infusionado en frio… Despertó a su hijo, le hizo el desayuno, le preparó el bocata de media mañana y tras recibir el OK de los guardaespaldas que ya montaban guardia fuera de la casa, puntualmente, como todos los jueves, puso rumbo al colegio y luego al moderno complejo de oficinas, restaurantes, tiendas y gimnasio donde pasaba la jornada laboral. Su mujer había tenido guardia esa noche en el hospital y la llamó para ver que tal había ido, con el manos libres y los auriculares inalámbricos que le daban un aire de ejecutivo moderno: Saludó con una sonrisa y se sentó a su mesa, donde le esperaban los últimos reportes, frescos, recién salidos de la impresora en el que se reflejaban importantes datos. Una vez más eran buenos, muy buenos, exponencialmente buenos (según quien los mirara, claro) y auguraban buenas perspectivas de crecimiento, beneficios y por lo tanto un considerable aumento de su prima variable a fin de mes.

El día transcurrió con normalidad y se acercaba poco a poco el momento que, desde hace unos meses más esperaba: Ese que le hacía sentirse vivo, ágil, con reflejos; ese que despertaba su lado más competitivo y le hacía descargar adrenalina. Antes comida ligera y llena de proteinas, un rato de tertulia con el café y los compañeros, unos minutos de entreno muscular en el gimnasio de la compañía, repaso de cómo había ido el día, incidentes, novedades y situación de cada una de las unidades productivas que de él dependían; reportes de sus delegados regionales ya casi al caer la noche ¡Y para casa! Otra vez la rutina de lo guardaespaldas y elegir una ruta no habitual. Eso era lo peor de su trabajo en estos últimos meses: no entendía por qué le odiaban, le mandaban anónimas amenazas contra él y su familia, le acosaban y atosigaban y le hacían escraches a la puerta de su chalet.

Según se acercaba a casa se notaba cada vez más ansioso, algo sudadas las manos, le apetecía mucho ese pitillo que ya no se fumaba desde hacía meses y una copa de su mejor whisky. Pero todavía le quedaba besar a su mujer, repasar los deberes con su hijo (menos mal que le tenía bien aleccionado para que no dijera en el cole donde trabajaba, no se perdonaría que al chiquillo también le acosaran y le hicieran la vida imposible por su culpa), cenar… Según se acercaba la medianoche, ya con los nervios a flor de piel, empezaba la rutina de todos los días: una rutina que le excitaba, que le hacía vivir a tope, que le colocaba cual droga estimulante, que le hacía sentirse incluso mejor que cuando ganaba un triatlón.

Se sentó ante la mesa. Encendió el ordenador y se sirvió una copa. Hacía días que había puesto, de manera simbólica delante de la pantalla un tapete de fieltro verde. Su mujer (y por supuesto su hijo que ya dormía) no sabían nada de esto. Lucía pensaba que se encerraba en el estudio —su santa sactorum— a repasar y completar asuntos del trabajo, de ese trabajo tan importante y bien pagado que les permitía llevar el estilo de vida que a ellos les gustaba: chalet con piscina y jardín en una de las mejores urbanizaciones del extrarradio, buenos restaurantes los fines de semana, ropa de marca, vacaciones en el yate: Incluso les permitía dar generosos donativos los domingos en misa. Nada de calderilla, billetes, que los pobres tienen mucha necesidad.

Esta noche parecía llevar las de ganar y estaba seguro que tendría una buena jugada. Se remangó la camisa y empezó el reparto. Sus compañeros/contrincantes de Italia, Portugal, Alemania, Bélgica…le miraban con mirada entre admirada y torva. Quedaban apenas 15 minutos para la medianoche, cuando la Máxima Autoridad Europea fijaría el ganador, el que se embolsaría las ganancias. El, como representante español, estaba en racha. Llevaba bastantes semanas marcando jugadas históricas.

– ¡Trio de biomasa! — dijo el francés asumiendo que una vez más no tenía nada que hacer

– ¡Full de eólicas y nuclear! — dijo el italiano

– Póker de minihidráulicas — dijo tímidamente el alemán sabiendo que era buena jugada y podía ganar esa noche por una vez

Sonrió, se relajó, y lentamente, muy lentamente el ingeniero español descubrió sus cartas¡Escalera de solares!— gritó

Y en ese momento, el reloj dio las 12, la subasta eléctrica se cerró y una vez más, como desde hacía ya varias semanas, el precio del kilovatio hora marcó un nuevo máximo histórico gracias a su jugada maestra, triplicó las ganancias de su empresa y él se fue con una sonrisa a la cama ¡mañana será otro día!

Autoría

  • Carlos Ballesteros

    Nací en Madrid, cosecha del 69. Fui a la Universidad donde me licencié en eso que llaman la Ciencia de la Casa (Ekos-Nomia) eso sí, rama empresarial. Luego de mi paso por el movimiento asociativo juvenil, colaboré, con otros cuantos, en la fundación del restaurante de comercio justo Subiendo al Sur, fui secretario de la Coordinadora Estatal de Comercio Justo, fundé el Grupo de Apoyo a Proyectos de Economía al Servicio de las Personas, fui patrono de la fundación educativa FUHEM. Mi aventura actual es ayudar a crecer junto a/con Marta dos proyectos: Martín, dos años y siete meses cuando escribo esto y Miguel (9 meses). Pero no nos quedamos sólo en ello. Viajamos por el mundo; hemos creado Amigos de Nyumbani, una ONG de apoyo a un proyecto de niños con VIH en Kenya; participamos en otra ONG de nombre el Casal; vivimos en la sierra de Madrid, en un pequeño pueblo a los pies de La Pedriza en el que tratamos de apoyar y dinamizar su inexistente vida cultural a través de una asociación.

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