El desastre de las homilías

Hace unos días asistí al funeral de un conocido en la parroquia madrileña de San Agustín. Es una iglesia grande y estaba situado con otros amigos hacia la mitad del recinto. Oficiaba un cura mayor al que se seguía medianamente en los primeros momentos. Cuando comenzó la homilía, sin embargo, dejé de oírle. Lo atribuí a mi sordera y pregunté a las dos personas que estaban a mi lado y ellas tampoco oían nada. Les propuse levantarme y decir lo que estaba ocurriendo, pero me quitaron la idea. En una iglesia no se hacen esas cosas. Uno en el banco de delante se puso a chatear y aguantamos en silencio los catorce minutos que empleó el celebrante.

Con todo, un matrimonio amigo comentó a la salida que ellos sí que habían oído el sermón. Bastante chungo, dijo ella. Utilizó un adjetivo coloquial que coincidía con los que suelo escuchar de mis amigos hablando de los sermones en funerales: intragables, absurdos, ridículos.

Sin ánimo de presumir, cuando yo celebro una misa de difuntos suelen venir al final una o dos personas para darme las gracias, para felicitarme por una celebración sentida, profunda o entrañable. Valga como prueba que en una ocasión se acercó un asistente, me dio una tarjeta y me encargó que, cuando él falleciera, presidiese su funeral. Se llamaba Alejandro Cabetas y resultó ser amigo de amigos míos. Por desgracia, ha muerto hace poco pero nadie me comunicó la noticia.

Todo esto me lleva al tema de las homilías, al que ya me he referido en alguna otra ocasión. En ésta tengo un apoyo importante porque el papa, en una reunión con responsables diocesanos de las celebraciones, acaba de decir literalmente que “las homilías en general son un desastre” y que no deberían durar más de 8-10 minutos.

Quiero poner dos ejemplos de ese desastre, los dos en la parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel de Madrid, con dos predicadores distintos. Me las contó un amigo que asistía con dos nietas pequeñas.

En el primer caso, el celebrante afirmó que fuera de la Iglesia no hay salvación. Una de las niñas comentó a la salida: entonces papá no se salva (porque no es creyente). Lo curioso es que todo esto sucedía un domingo en el que el evangelio afirmaba que quien escandalizase a uno de estos pequeños más valdría que le pusiesen una rueda de molino al cuello y lo arrojasen al mar.

En el otro caso, las lecturas hablaban del matrimonio y el cura afirmó sin ningún empacho: la relación del hombre y la mujer en el matrimonio es como la mía con mi obispo. Somos iguales pero él tiene autoridad. Nada menos.

Ante estos hechos y otros parecidos –aunque quizá no tan llamativos- surgen muchos interrogantes. Uno de ellos es: ¿por qué nadie en ocasiones semejantes es capaz de levantarse e interpelar al predicador? Por ejemplo, en el último caso citado: Oiga, ¿se acuesta usted con su obispo? O por lo menos no acude al terminar a la sacristía y discute con el celebrante.

Probablemente, hay un inconsciente elaborado años y años que sostiene que en la iglesia no se habla, que el celebrante lo hace como representante de Cristo y con su autoridad, que hay dos Iglesias, la docente y la discente (lo dijo san Pío X).

Llegan tiempos –y ya están aquí- en que los feligreses han de levantarse e interpelar. Como yo debí hacerlo cuando no se oía y, sin duda, con muchas más razones cuando se aproveche la ocasión para repartir ideología, para hablar de lo que apetece al cura o simplemente porque pasa de los 10 minutos recomendados por Francisco.

Carlos F. Barberá
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