Gente tóxica

Palabras duras las de Jesús que no tiene reparo en decir públicamente lo que piensa sobre aquellos a quienes les “encanta pasearse con amplios ropajes para que les hagan reverencias”. Son los mismos que “buscan los primeros puestos” y que, como nunca tienen suficiente, “devoran los bienes de las viudas”. Ante gente así, hay que tener mucho cuidado, porque es tóxica.

Son los de siempre, la gente de la ley y el templo, que no soportarán a Jesús y se les atragantará que, con él, Dios ya no sea el todopoderoso legitimador de sus endiosamientos, sino Buena Noticia. Pero Jesús es reconocido y celebrado por los pequeños como la visita de Dios a su Pueblo. Es visita que convoca, reúne, aglutina y crea comunidad y fraternidad, pero también es visita que, para muchos, resulta incómoda. Es la incomodidad que provoca un Dios abajado y encarnado en Jesús al tener la osadía de involucrarlo con todos aquellos que han sido excluidos, expulsados y condenados.

Jesús está alterando el orden establecido que ha sido elevado a categoría de sagrado e intocable. Pero para él no hay vuelta atrás y lleva a sus últimas consecuencias que el Dios de Israel sea «Padre de huérfanos y defensor de viudas» (Sal 68,5). Por eso, lo reconoce implicado con los abatidos y los impuros y lo encuentra haciendo fiesta en mesa compartida con pecadores y descreídos. A los de siempre, los de la ley y el templo, aquello les pareció un exceso inadmisible, un despropósito que no soportarán. Se la tienen jurada. Irán a por él e iniciarán una campaña de descrédito: que si es un borracho y un comilón, que si actúa con el poder de Belcebú, que si se junta con publicanos y pecadores y es amigo de prostitutas. La mala fe de la gente tóxica es capaz de destruir todo lo bueno.

Las prácticas de alivio de Jesús ponen en cuestión el poder religioso, precisamente porque lo hace en nombre de Dios. Si lo hubiese hecho como un sanador interesado o como un simple curandero, posiblemente no hubiese pasado nada. Pero involucrar a Dios con leprosos, ciegos, cojos, tullidos, poseídos y desquiciados es atentar contra la esencia de cualquier sistema religioso que legitima el sufrimiento como castigo de Dios o como mal necesario que purifica. La irracionalidad de semejantes creencias llega al absurdo: si están en esa situación, algo habrán hecho, Dios les habrá dado su merecido. Lo delirante de esta forma de pensar llegará cuando los de siempre, la gente de la ley y el templo, justifiquen la ceguera de nacimiento de un hombre ante la que no les quedó más remedio que atribuirla al pecado de sus padres que le tocaba pagar a él (Jn 9).

Los de siempre, los de la ley y el templo, no estaban para fiestas, serán incapaces de alegrarse y de sumarse a lo nuevo que estaba irrumpiendo con Jesús. Y es que en él reconocemos que Dios no da por zanjada ninguna historia, suceda lo que suceda; no deja a nadie tirado en las cunetas, ni apalea enviando males y calamidades. El Dios de Jesús se para ante cada historia, cura los golpes recibidos, sana las heridas producidas, alivia del sufrimiento provocado y restablece del daño infringido. Esta implicación compasiva pone en evidencia a los de siempre, los de la Ley y el Templo, gente tóxica que se siente segura por un Dios garante de lo que creen derechos adquiridos y que justifican con creencias religiosas pervertidas y distorsionadas.

Ilustración de Pepe Montalvá

Ilustración de Pepe Montalvá

Últimas entradas de Ignacio Dinnbier (ver todo)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *