El mes de mayo, con toda su primavera, es también un mes en el que toca pensar en los impuestos. La declaración de la renta que hay que presentar en estas semanas es algo que toca a la gran mayoría de las personas que componen eso que se llama la población activa (¡hasta a sus altezas reales las infantas!).
Sin embargo, ante los casos de corrupción que brotan como setas (más propias estas del otoño que estas flores primaverales), a veces dan ganas de salirse del sistema o, incluso, de defraudar… ¡a la vista del panorama! La mayoría de las grandes corporaciones y las personas más ricas del mundo no pagan impuestos (o pagan una cantidad irrisoria). El empresario estadounidense Warren Buffet –en la lista de los mayores millonarios mundiales– ha llegado a reconocer que su secretaria paga una tasa de impuestos más alta que él.
A pesar de esto, es evidente que contribuir al sostenimiento del Estado a través del sistema impositivo es un imperativo ético. Por tanto, quien no lo hace, desarrolla un comportamiento inmoral y repudiable ante el resto de la ciudadanía. Los impuestos hacen posibles los servicios públicos, tan adoloridos por los recortes, pero tan imprescindibles. La educación, la sanidad y los servicios sociales solo son viables con esa aportación colectiva que genera cohesión social.
Pero, tal y como afirmaba el economista –de derechas, por cierto– José Mª Gil Suay, “si algún elemento del complejo sistema impositivo presenta quiebras éticas importantes, es todo el conjunto el que se resiente y no cabe esgrimir la exigencia ética como un arma arrojadiza a las restantes piezas del puzle”.
Como piezas pequeñas y poco poderosas del puzle nos toca pagar y hacer esa apuesta ética por lo colectivo. Nos toca poner en marcha mecanismos para que el uso de esos impuestos sea lo más justo posible –como la objeción fiscal a gastos militares de la que hablamos en este número– y para manejar nuestro dinero de acuerdo con nuestra propia ética. Nos toca apostar por otra forma de hacer economía desde nuestras decisiones cotidianas, las grandes y las pequeñas. Nos toca defender los servicios públicos como patrimonio colectivo. Nos toca luchar.
Y nos toca escuchar las voces que promueven un sistema distinto, aunque ya no estén en este mundo. Como José Luis Sampedro, que lo tenía claro: “Hay dos clases de economistas; los que quieren hacer más ricos a los ricos y los que queremos hacer menos pobres a los pobres”.