El 9 de marzo es el miércoles de Ceniza. El mes litúrgico da un giro inesperado. Pasamos del verde al morado. Y se nos pide que también en nuestro corazón de discípulos hagamos un alto en el camino para dedicarlo a la introspección, a la revisión, al análisis. O, usando un término más evangélico: a la conversión.
El miércoles de Ceniza es la puerta de entrada a la Cuaresma. La Pascua está a la vuelta de la esquina pero hay que terminar el invierno, hay que pasar por un tiempo oscuro para llegar a la luz de la Vigilia Pascual. Seamos sinceros: este tiempo se nos hace un poco cuesta arriba. Quizá porque nos recuerda otros tiempos eclesiales. Se nos vienen a la memoria los flagelantes que recorrían los caminos de Europa durante la Edad Media. Se nos aparece un estilo de vivir en cristiano que ya creíamos pasado.
Sin embargo, la llamada a la conversión es un elemento central en el mensaje de la buena nueva de Jesús. No nos inventamos nada. Simplemente escuchamos la voz de Jesús que nos invita a no practicar nuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos (cf. Mt 6,1). Conviene que no se olvide este comienzo del Evangelio porque habitualmente nos centramos más en lo que sigue: en la invitación a practicar el ayuno, la limosna y la oración, sin fijarnos en que Jesús pone más el acento en el cómo hay que ayunar, orar y dar limosna.
Hay que convertirse. Eso significa en primer lugar ser críticos con nosotros mismos. Tendemos, casi sin darnos cuenta, a practicar nuestra justicia delante de los seres humanos, a decir y repetir lo que sabemos que los que nos rodean también piensan y dicen. Y se nos olvida que tenemos que ser críticos con nosotros mismos y con nuestra gente. Se nos pasa que deberíamos escuchar a los otros, a los que no piensan como nosotros, que deberíamos tratar de comprender sus razones y atender a su verdad.
Por una vez, convendría que nos centrásemos, no en lo malos que son los otros, en lo poco que colaboran a la comunión eclesial, en lo infieles que son al Evangelio y en lo buenos que somos nosotros. Por una vez convendría que revisásemos nuestras propias posiciones, nuestras creencias. Convendría que reforzásemos la conciencia de lo que nos hace Iglesia, seguidores de Jesús, hermanos de todos. Sin excluir a nadie, ni siquiera a los que nos excluyen a nosotros.
Tocan a convertirse, a cambiar de vida, a tender manos, a hacer comunidad, a ser puentes y a salvar distancias. Sin renunciar a lo que somos o pensamos pero sabiendo que la fe en Jesús –y un montón de buena voluntad–, nos une a todos los hombres y mujeres de este mundo.