Estamos en el mes en que la liturgia celebra a Francisco de Asís. Es una de las personas que más influencia ha ejercido a lo largo de la historia del cristianismo. Más allá de lo que digan los estudios sobre su figura histórica, Francisco ha sido siempre un signo de que otro mundo, otra Iglesia, es posible. Con él la utopía evangélica, el reino de hermanos y hermanas de que nos habló Jesús, se nos ha hecho más visible y cercana.
Pero ese reino fue y es compromiso personal. Lo fue para Jesús. Lo fue para Francisco y para tantos otros a lo largo de la historia. Lo debe ser para nosotros. En el centro aparece el mandamiento principal: el amor. A Dios y a los seres humanos. Por igual. No se da el uno sin el otro. Ni el otro sin el uno. Inseparables. Y manifestándose siempre en acciones concretas, en hechos, en cercanía a los demás, en lucha por la justicia y la paz, en entrega y renuncia al propio interés. No hay más mandamientos, como se nos recuerda en el evangelio del domingo 23 de octubre. Lo demás son comentarios, que a veces dificultan más que ayudan a la comprensión de lo fundamental.
El reino es un tesoro por el que hay que luchar. El compromiso se hace fuerte en la gracia. Pero Dios no puede nada sin nuestra colaboración. Ahí está la jugada, a veces difícil de entender. Por eso Jesús es capaz de recordarnos que la viña en la que trabajamos no es nuestra y que, si no hacemos lo que debemos, se nos quitará y se le dará a otros. No tuvo reparo en decírselo a los judíos y, por supuesto, tampoco a nosotros (domingo 2 de octubre).
Ese compromiso es personal. No se trata de imponer normas a los demás. Mucho cuidado con quienes van por ahí diciendo a los demás lo que tienen que hacer pero ellos llevan otra vida. El mes se cierra con el evangelio del domingo 30 de octubre en el que Jesús no tiene la más mínima dificultad para hablar con toda claridad sobre los que se han sentado en la cátedra de Moisés y se han apropiado de la religión y de la relación con Dios y con los seres humanos. Cargan fardos pesados sobre la gente y ellos no mueven un dedo, alargan las filacterias y las mangas del manto, les gustan los primeros puestos, que les hagan reverencias y que los llamen maestros (¿suena a conocido?). Todo lo contrario al Reino, a la fraternidad en la que no existen diferencias ni jerarquías.
Vamos a seguir trabajando por el Reino. Porque vale la pena. Porque el amor es el único depósito que renta intereses de vida. Porque la justicia tiene que ser algo más que un libro o una estatua. Porque la paz es posible. Sin sentirnos superiores a nadie. Sin tener la exclusiva. Pero también sin fiarnos de quienes dicen tenerla. Y siempre sabiendo que Dios está con nosotros y nosotras.