He repasado, como siempre, los evangelios de la liturgia de este mes de octubre. Me he encontrado con que es un mes que está lleno de santos. Son de las más diversas procedencias y épocas. Desde Santa Teresa del Niño Jesús (Francia, s. XIX) hasta Santa Teresa de Ávila (s. XVI), pasando por San Francisco de Asís (s. XII-XIII), San Bruno (fundador de los Cartujos, s. XI), San Dionisio (primer obispo de París, s. III), Santa Soledad Torres Acosta (Madrid, s. XIX), San Calixto (papa, s. III), San Lucas Evangelista, San Pedro de Alcántara (s. XV)…
No creo que fuesen genios ni superhombres o supermujeres. Simplemente personas normales, gentes como nosotros que se tomaron en serio la llamada de Jesús. En su época, según sus luces, condicionados naturalmente por su cultura y contexto social, intentaron ser fieles al Evangelio. Fueron gente de fe.
Me hacen pensar en el evangelio del primer domingo de este mes, domingo XXVII del tiempo ordinario, que relata aquel momento en que los discípulos se acercaron a Jesús y le pidieron que les aumentase la fe. Imagino que todos nosotros hemos hecho esa misma oración en algún momento. Los años nos han ido trayendo más de una decepción. Aquella primavera que vivimos hace unas décadas en la Iglesia con el Concilio Vaticano II parece que no se termina de convertir nunca en verano y que no llega el septiembre en que se recoja la cosecha de tanto esfuerzo y de tanta buena voluntad derrochada. Es más, da la impresión de que hemos pasado directamente a un invierno que es lo más parecido a una nueva glaciación, que no sabemos cuanto durará.
Esos hombres y mujeres que celebramos este mes no lo tuvieron más fácil que nosotros. Basta con repasar sus vidas para confirmarlo. Pero siguieron en su empeño, en su compromiso, sin cejar en su esfuerzo por un momento siquiera. Y eso al mismo tiempo que todos los días, con mucha constancia ciertamente, se volvían a Jesús y le decían como los discípulos: “Auméntanos la fe.” Luego seguían con su vida, con sus trabajos al servicio del Reino y se sentían agraciados de poder participar en semejante misión. Aunque muchas veces el resultado de sus trabajos fue decepcionante.
Así que no queda más remedio que “mantenella y no enmendalla”. Hay que seguir en la brecha, aportando nuestro granito de arena al servicio del Reino. Son muchos los que, por delante de nosotros, nos muestran el camino. Y no olvidarnos de, de vez en cuando, volvernos al Señor Jesús y pedirle con confianza: “Señor, auméntanos la fe”.