Cuaresma es un tiempo que se nos puede hacer indigesto y antipático. En tiempos pasados las iglesias se cubrían de mantos morados, que el tiempo había hecho más oscuros. Las imágenes recibían el mismo trato. Se invitaba a celebrar el sacramento de la penitencia, que así se llamaba. Y, de paso, había que darse unos cuantos golpes de pecho y reconocer que se era un pecador empedernido. Se incrementaban los vía crucis y los rosarios con los brazos en cruz. Todo con el objetivo claro y único de reconocer que nuestros pecados causaban casi de forma directa el dolor y sufrimiento de Jesús. Y que, cada vez que caíamos en la tentación, no hacíamos más que prolongar cruelmente sus padecimientos.
Pero Cuaresma no es eso. Más bien es el tiempo de reencontrarnos con la luz y de prepararnos gozosamente para la más grande celebración de la liturgia y, más importante que la liturgia, de la fe cristiana: la Pascua del Señor Jesús, esos momentos finales de su camino en que se condensa el sentido de su vida, de su entrega, de su relación privilegiada con el Padre, de su amor a todos los hombres y mujeres, testigo vivo del amor del Padre. La Cuaresma se orienta a celebrar esa semana final en la que descubrimos que la mejor razón para vivir es también y siempre la mejor razón para morir. Pero que el Dios de la vida no deja que la muerte triunfe sobre la vida. Por eso la luz de la resurrección.
Celebrar la Cuaresma es ir abriendo los ojos a la luz para que, cuando llegue la alegría de la Pascua, expresada en la noche de la vigilia pascual, la luz no nos deslumbre, no nos ciegue sino que la podamos acoger en nuestros corazones y llevarla a todas las personas que nos rodean. Será el momento esperado por el pueblo que caminaba en tinieblas. Será el momento de la liberación, del gozo, de la esperanza, de la vida.
Cuaresma no es tiempo para hacernos reconvenciones morales sino para abrir los ojos y los oídos a la palabra. Es tiempo para no dejarnos llevar por la tentación de pensar que podemos caminar en soledad, de que nuestra propia luz es suficiente. Es tiempo de dejarnos llevar por el relato de la transfiguración o por el de la samaritana, que vive en la oscuridad y se encuentra con la plenitud de la luz porque se acerca la hora en que “los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad”. O escuchar el relato de la curación del ciego de nacimiento, que descubre la luz por primera vez.
Cuando abramos el corazón y la mente a la luz de Jesús, ya veremos a dónde nos llevará. Seguro que no nos deja donde estábamos. Nos hará salir de nuestras casillas, nos hará ver a las demás personas como hermanos y hermanas. Nos convertirá en mujeres y hombres nuevos al servicio del Reino y de la fraternidad, de la justicia y de la paz.