Él llegó cuando éramos mucho más jóvenes, algunos todavía niños. Se instaló en el piso, encima del despacho y, sin dudarlo dos segundos, empezó a trabajar. No tenía tiempo que perder, sabía dónde estaba, en un barrio obrero, lastrado por el paro y las drogas.
Si os cuento mi historia tengo la seguridad de que, en lo sustancial, os estoy contando la historia de todos y cada uno de nosotros, porque él fue un eje principal en nuestras vidas.
Todavía recuerdo las tardes en que me acercaba a la parroquia para ensayar una y otra vez las lecturas del día de la Primera Comunión. Él estaba allí, siempre estaba allí, observando, escuchando. Era la primera vez que voluntariamente me acercaba a la Iglesia y él fue el mejor anfitrión que pude encontrar. A veces entraba por el gran portalón de San Lucas, la puerta de las grandes ocasiones, pero otras veces, cuando estaba cerrada, sabíamos que en la parte de atrás siempre había una puerta abierta. Era una puerta común, metálica, con un portero automático vulgar, pero se abría a un mundo especial, en el que yo pronto me sentí como en mi propia casa. Era la capilla, el despacho, la biblioteca y su hogar, nuestro hogar. Lugares tan cercanos, tan nuestros, tan frecuentados, en los que pasábamos tanto tiempo y compartíamos tantas experiencias, que se convirtieron en un pequeño paraíso de confianza, esperanza y seguridad. Allí aprendí el significado del amor, la entrega, la solidaridad y la fe.
Después de la comunión, él me propuso entrar en un grupo de junior. Entonces descubrí otra puerta en San Lucas, la puerta que desde entonces se convertiría en un elemento vital en mi vida. Era la puerta lateral, la de la alegría, la amistad y las maravillosas tardes de sábado. Encontré jóvenes que se entregaban plenamente a nosotros: los niños y niñas. Nos dedicaban, de una forma absolutamente altruista, una parte de su vida. De ellos aprendimos actitudes frente a la vida y valores cristianos. Las reuniones de los sábados por la tarde, los juegos, las canciones, el grupo, el sentimiento de abrigo, de familia, de amistad, de protección y los campamentos de verano, ah, los campamentos de verano… Él nunca faltó a ninguno, era una cita obligada, aunque pasase tortuosas noches durmiendo en el suelo, le picasen mil insectos y se abrasase con el sol. Siempre llegaba con alguno de nosotros de copiloto en el Kitt, su inseparable compañero. Recuerdo su presencia, dando vueltas a nuestro alrededor, mirando, observando y disfrutando, llevando y trayendo y sonriendo, siempre sonriendo cuando sentía nuestra felicidad.
Pasó el tiempo, crecí, y descubrí los grupos de jóvenes de San Lucas. La puerta lateral pasó a tener nombre y entidad propia, eran los locales. Era la puerta que se abría a un hogar común, a una gran familia de la que rápidamente empecé a formar parte y que, hoy en día, es sustancial en mí misma. ¿Él? Él era el padre, el guía, el compañero, el confidente, el amigo, el gran amigo. Allí descubrí el amor profundo y desinteresado, la fraternidad, la responsabilidad, la dedicación y la fe, pero no la fe de pantalón corto, como decía él, sino la fe profunda, la de verdad, la que va de la mano de la serenidad y la meditación. Esta es la fe que él me enseñó, que él nos enseñó a todos y que todos compartimos. Él era nuestro apoyo, nuestro sustento, incansable, siempre disponible a cualquier hora del día, de la tarde y de la noche. Siempre tenía un ratito para hablar, para charlar, con las manos preparadas para darte el empujón que te ayudara a seguir adelante. Siempre estaba dispuesto a lo que fuera, a una reunión, a una sesión de lectura de Biblia, a una comida o una cena, daba igual, primero decía siempre sí, luego sacaba su agenda, chiquitita, del bolsillo; le quitaba despacio, con mucha paciencia, la goma, que seguro habría quitado ese mismo día cuatro o cinco veces más para apuntarse otra reunión, otra cita y miraba, buscaba y siempre encontraba el hueco, el momento, el día, la hora, parecía que estaba esperando que le pidieses esa cita y la había reservado hacía ya tiempo.
No concibo mi vida si él no hubiese estado presente en ella, creo que nadie en el grupo. Con todos compartía, con todos hablaba, para todos tenía una palabra, una mirada, un gesto. Todo el mundo le conocía y sabía de él y él de todo el mundo. Conocía a nuestros padres, a nuestros hijos e hijas. Siempre estaba presente.
Él, Tomás, Tomás Rubio, fue un párroco, un gran párroco, supo entender lo que Jesús quería de él y lo llevó a la práctica de forma magistral. Creó la Pastoral de San Lucas pero, además, la vinculó con lazos fraternales; nos introdujo en la fe, en una fe sincera, fuerte, madura; nos enseñó los valores cristianos y cómo hacer de ellos el fundamento esencial de nuestra vidas. La Iglesia debe sentirse orgullosa de haber contado con un párroco como Tomás. Nosotros, su familia, nos sentimos honrados y agradecidos porque él ha sido un miembro muy especial entre nosotros.