Entro en una habitación de las individuales. En ella se encuentra un señor andaluz, con 82 años de vida ya; es un hombre muy salao, con esa gracia que caracteriza a los nacidos más allá de Despeñaperros y que nos vendría muy bien, siquiera en pequeñas dosis, a los nacidos más arriba del Ebro; ¡somos tan diferentes!
En frente de la puerta hay una gran ventana y a través de ella va expresándose, con mucha luz y al mismo tiempo calor, este sol de otoño que nos acompaña.
Calor encuentro también, y del bueno, en el centro de la habitación. El enfermo que se encuentra aquí ya ha comido y está en el sopor que produce una estupenda comida, de la cual se ha dado buena cuenta ya.
A su lado se encuentra su mujer, descansando su diminuta figura a lo largo del sillón que adecuadamente ha extendido, para poder descansar.
Lo precioso de la escena se encuentra en esas manos unidas de marido y mujer ¡Expresan tanto! ¡Qué bello, Señor, que a sus años sigan queriéndose así marido y mujer!
Me atrevo a darles un saludo que no rompa su intimidad y casi como sintiéndome de sobra, pero gozoso por haber contemplado esta preciosa escena de amor, salgo de la sala, sintiendo que hay algo que me hace más feliz: el amor expresado así.