Recibo una llamada de una amiga. Me expresa su deseo de que hable con su hermana Juli, que sufre un cáncer galopante desde hace dos años, con el objetivo de animarle a subir al hospital.
Hablo pues con Juli, hospitalizada en otro hospital, en el cual no puede permanecer mucho más tiempo. Yo le animo, hablándole de la atención exquisita que va a tener en el hospital en el que yo me encuentro, desde el equipo de médicos, enfermeras y auxiliares. Además, le hablo del precioso paisaje que va a poder contemplar desde la ventana del cuarto que le den.
A los dos días de esta conversación, subiendo a la planta de cuidados paliativos, me encuentro con mi amiga. Con ella voy a ver a Juli. Me encuentro con una mujer joven -43 años-, sabedora de su situación y que me acoge con una sonrisa preciosa.
Me quedo contemplando un misterio. Una mujer castigada tan duramente por el cáncer, que va a acabar en un corto plazo de tiempo con su vida y que muestra una sonrisa tan entrañable, es un gozo, algo que no quiero, y creo que tampoco podré, olvidar. Cuántas veces voy a verle, en días posteriores, me seguiré encontrando con el mismo rostro. Es la serenidad de quien ya ha aprendido, a pesar de su corta vida, a acogerse a sí misma en la mayor serenidad.
A los pocos días, ya la situación ha cambiado. Juli ya no abre apenas sus ojos, su vida se va apagando y me quedo contemplándola. Me parece la misma presencia del Cristo entregado la que ella me muestra.
A su lado, su hermana, mi amiga, tratando de hacer lo más suave posible el último adiós de su hermana. También ella se muestra serena. ¡Esto es la vida a borbotones en su límite humano, ya próximo el encuentro definitivo con el Padre!
Gracias, Juli, por ser así, tan tú misma. Adiós. Hasta siempre, amiga.