Cuando dos personas católicas se casan lo hacen “hasta que la muerte los separe”, porque de esta manera lo prescribe el Derecho Canónico. Si nos adentramos en el canon 1.056 allí nos encontramos que establece precisamente que «las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento». Como siempre, esto es lo que dicen las leyes, en esto caso las eclesiásticas que, para el caso, son lo mismo en el sentido de que contienen las mismas limitaciones que tienen todas las leyes, sean del tipo que fueren.
Dejemos por un momento la ley y bajemos a la vida que, al fin y al cabo, es a allí donde se vive siempre la lucha en todos los aspectos de la misma y también, por supuesto, por lo que a la convivencia de pareja se refiere.
Una vez más me voy a referir a ese tipo de personas que un día decidieron hacer un proyecto de vida basado en la pareja (o matrimonio, para no herir susceptibilidades), fundamentado en el amor sincero y generoso, salvando las limitaciones propias que la condición humana acostumbra a presentar con demasiada frecuencia. Por supuesto que dejo de lado los casos, que los hay y muchos, de quienes de manera consciente o inconsciente afrontan la convivencia como una especie de aventura o de algo parecido. Incluso resulta curioso oír a veces desde fuera frases o expresiones que se dice al novio y la novia en el momento de la boda como, por ejemplo, “que tengáis suerte” o “a ver si os van bien las cosas”. No voy a hacer ningún comentario sobre ello porque para mí no tiene sentido ni lleva al objetivo último al que yo quiero llegar.
En primer lugar, he oído muchísimas veces después de haber finalizado la celebración de una boda que ha tenido lugar en una iglesia, aunque estoy seguro de que sucede lo mismo cuando se ha celebrado siguiendo lo que prescribe la ley civil, la expresión siguiente por parte de, al menos, alguien del público asistente: “Ya estáis casados”. Siempre he criticado esta manera de hablar y lo he dicho públicamente porque el hecho de casarse no es un acto consistente en unos rituales que acaban con la firma de la pareja contrayente. Todo el mundo sabe que, al fin y al cabo, el matrimonio es un contrato por parte de dos personas, pero no por ello podemos decir que dos personas hayan quedado ya casadas en el sentido más profundo que el hecho de casarse contiene.
He visto la cara de sorpresa que ponía siempre la mayoría cuando apostillaba diciendo que lo que había hecho aquella pareja no era otra cosa sino ratificar públicamente lo que un día comenzaron y, por lo mismo, ojalá nunca tuvieran que dejar de ratificarlo, aunque no de manera tan solemne y visible como en aquel momento. Digo esto porque el casarse es algo que se va haciendo cada día. Pues bien, si es así, quiere decir que puede llegar un momento en que, por las razones que fueren, aquellas dos personas dejen de quererse o que el amor que fundamentaba aquel proyecto vaya apagándose hasta llegar a convertirse en cenizas. Y no podemos decir que haya sido debido a que ya no se gustan, no se atraen o que se han cansado mutuamente o cincuenta mil cosas más que pueden llegar a ocurrir. La psicología humana es demasiado compleja como para hacer un veredicto tajante sobre la misma por lo que al comportamiento personal se refiere y, más aún, en el caso de una relación bilateral.
Vuelvo a insistir en que, en el caso que nos atañe, me estoy refiriendo a personas serias, sinceras y generosas; es decir, no entro en los casos en que la veleidad es lo más sensato que uno pudiera llegar a imaginar. Por tanto, el avanzar de la vida puede llevar a ciertas parejas a decrecer en el amor, ¿por qué no?, a percibir o darse cuenta de que ya no son el uno para el otro. Si esto es así -y lo es en ciertos casos- ¿por qué empeñarnos en que sea el Código de Derecho Canónico el que prevalezca por encima de la decisión de romper la relación de pareja (o de matrimonio, por si alguien pudiera sospechar) que les unía hasta ese momento, después de haberla reflexionado, hablado y hasta en algunos casos consultado con terceras personas para afianzarse aún más y contar con la opinión de alguien que percibe la situación desde fuera?
Creo que no se gana nada intentando mantener el vínculo a costa de lo que sea. ¡Cuántas veces se ha hecho y los resultados no es que hayan sido precisamente loables! Quizá alguien pueda verlo fuera de contexto, pero no puedo por menos de traer a colación las palabras de Jesús a los Fariseos y Maestros de la Ley: “¡No les hagáis caso, pues a veces ponen sobre los hombros de los demás cargas pesadas y en cambio ellos no son capaces ni de moverlas con un dedo!” (Mt. 23,4).
Que nadie piense que lo que he pretendido ha sido hacer un brindis a favor del albedrío matrimonial. Todo lo contrario, considero la fidelidad duradera un valor inigualable; pero sin que ello sea obstáculo para que, en ciertos momentos, pueda llegar el final del compromiso adquirido un día responsablemente.
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