Me gusta distinguir entre religión y fe. Debo decir que la fe, en primer lugar, no es algo angelical ni desencarnado de la vida de cada persona; del ahora y del aquí. Por ello, precisamente, porque la fe es algo personal, creo que nunca debe ser juzgada la fe de nadie.
Dejando aparte los posibles significados teológicos que el concepto “religión” pueda llegar a tener, para mí es algo evidente que la fe de toda persona acaba encarnándose siempre en fórmulas, maneras y sistemas concretos, fruto precisamente de compartir dicha fe con otras personas de lugares y tiempos diferentes. A eso llamo yo religión.
Siempre digo que veinte siglos dan para mucho en todos los ámbitos; también en el religioso. Entre otras cosas han dado lugar, por lo que al cristianismo se refiere, a una Iglesia que ha pasado por etapas bien diversas y que ha vivido dentro y fuera de ella experiencias de lo más variado que podemos llegar a imaginar. Experiencias algunas muy bonitas, pero otras bastante o muy alejadas del mensaje que Jesús predicó por aquellos caminos de Galilea.
No hace falta ser muy doctos en la materia, pero si seguimos sencillamente por encima el transcurrir de los pasos de dicha Iglesia nos daremos cuenta enseguida de que muy pronto la obsesión por la pureza de lo conceptual y ritual fue marcando poco a poco una distancia entre la fe y la religión.
Cada vez Jesús quedaba más lejos en el tiempo y el Dios padre/madre en que tanto había insistido él se iba convirtiendo en Señor todo poderoso y en juez inapelable. Era lógico, pues, que la actitud de la persona creyente fuera cambiando a la hora de mantener una relación con un Dios concebido bajo esos parámetros.
Por lo que a este hecho se refiere, quiero centrarme en un momento clave de la historia que marcará el devenir de muchos siglos después y que en la actualidad ciertos sectores de la Iglesia se esfuerzan por resucitar: se trata de la contrarreforma católica como respuesta a la reforma protestante. Para situar cronológicamente a las personas que nos leen, estoy hablando de algo que tiene lugar en el siglo XVI.
Muy brevemente, Lutero y quienes le seguían insistían en que el ser humano era tan poca cosa que todo nos venía dado de manera gratuita por parte de Dios ya que, por mucho que hiciera, cualquier persona creyente no podía erigirse nunca en merecedora de la amistad de un Dios tan grande.
La Iglesia católica, en cambio, siguiendo al pie de la letra lo que el Concilio de Trento había dictado, consideraba que, a pesar de admitir que Dios es infinitamente bueno, al final se nos juzgaría por nuestras obras buenas o malas con destinos totalmente opuestos. El final, por tanto, acabaría dependiendo de los méritos o deméritos de cada persona. Pues, en última instancia, la bondad de Dios no quedaba por encima de su justicia.
El culto y los ritos, a la vez que iban suplantando poco a poco a las obras, fueron convirtiéndose en el criterio válido más importante, único para muchos y muchas, a la hora de catalogar la bondad y maldad de la persona creyente. Un culto y unos ritos surgidos casi siempre de los sacramentos, además de los derivados de las devociones que poco a poco iban apareciendo.
La cantidad se convirtió en el objetivo último a conseguir: cuántas misas, cuántos rosarios, cuántos padrenuestros, novenas, triduos, trisagios, imposición de medallas, escapularios, etc. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, los nueve primeros viernes de mes o los siete domingos a San José y otros etc. que además se convertían en garantía casi segura de salvación eterna? Mientras tanto, la conciencia de todo hombre y mujer contaban muy poco o nada y solían quedar totalmente al margen.
Tiempos pasados, para algunas personas. Tiempos añorados por otras que se afanan con todas sus fuerzas en intentar implantarlos de nuevo. Me da pena, de verdad; no puedo evitarlo. Me entristece observar cómo la Buena Noticia del Evangelio, la imagen del Dios misericordioso hasta saciar presentada por Jesús, la concepción de un Dios que nos invita, nunca nos impone, a vivir responsablemente y de manera generosa, etc. esté intentando ser suplantada poco a poco por realidades totalmente opuestas que no hacen más que provocar miedo y destruir la alegría de la fe.
No podemos, no debemos dejar de proclamar desde nuestra pequeñez y desde nuestras limitaciones aquello mismo que un día proclamó aquella mujer humilde y sencilla, María de Nazaret, “Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”. (Lc 1,50).