Siempre se ha hablado mucho del celibato, principalmente en el sentido de dejar de ser una condición obligatoria para todo varón (la mujer aún no puede ser ordenada) que se siente llamado al ministerio sacerdotal. El tema ha ido in crescendo, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II pues, no en vano, varios obispos llegaron a proponerlo en aquel momento. Con motivo de la elección del papa Francisco, numerosas personas han vuelto a insistir en el tema como una de las tareas a la cual tendría que hacer frente el nuevo Pontífice, sin dilatarlo por más tiempo. De hecho, bastantes escritos que fueron apareciendo en los días posteriores a su elección, escritos dirigidos a él, iban precisamente en esta línea, recordándole que sería bueno que pusiera este tema en la agenda de las prioridades.
No me cabe la menor duda de que es un tema que exige una revisión urgente e inmediata. Otra cosa son para mí las razones que deben llevar a ello, entre las cuales quisiera hacer hincapié de manera especial, en su nula relación con el tema importante del ministerio presbiteral. Creo que si no se ponen los dos en el mismo plato de la balanza, puede llevar a que se aduzcan por parte de ciertas personas argumentos válidos, ¿por qué no?, pero sin llegar nunca a la verdadera enjundia de la cuestión.
Es ésta la razón que me lleva a abordar en primer lugar el tema del ministerio sacerdotal, pues solo después de haber aclarado algunos aspectos sobre el mismo tiene sentido para mí abordar la cuestión del celibato.
Por si alguien espera respuestas teológicas profundas, me gustaría recordarle de antemano el letrero que encabeza la sección donde aparece precisamente este artículo sobre ministerio y carisma. Como bien reza, no debemos olvidar que nos encontramos ante una “teología en pantuflas” que, según el lenguaje vulgar, significaría más o menos una teología de andar por casa, sin grandes pretensiones y, por, lo mismo, sin la más mínima intención de sentar cátedra ni en éste ni en ningún otro asunto.
No voy a apelar a la Escritura ni a la Tradición, porque no las domino lo suficiente como para decir la última palabra sobre este tema según las mismas. Aunque sí tengo claro que la Escritura no dice nada sobre ello, en todo caso deja entrever indicios de más bien lo contrario y, por lo que a la tradición respecta, tendríamos que remontarnos a varios siglos de cristianismo para encontrarnos con la práctica de dicha disciplina.
La misión principal del presbítero no es otra que la de presidir la celebración de la Cena del Señor. No es, como podrían pensar muchas personas, la de predicar, enseñar, catequizar, aconsejar, dirigir espiritualmente, etc. En todo caso, si lo tiene que hacer, no es precisamente con una obligación superior a la de cualquier otro miembro de la comunidad. Si se me apura, diría yo a título personal que no estaría de más que poseyera dotes de acompañamiento, entre otras; pero en absoluto podría ser considerado nunca como algo necesario y, menos aún, imprescindible para poder recibir el sacramento del Orden. Lo único que apuntaría como realmente esencial sería su excelencia en la caridad en cuanto a su capacidad de amar sin ningún tipo de límites ni de diferencias. Por tanto, me resulta incomprensible cómo habiendo hombres (las mujeres hoy por hoy están excluidas) probados de verdad en el amor, en la bondad y en la generosidad a veces extrema, “se pueda llegar a privar a muchas comunidades cristianas del derecho a (y un mandato de) celebrar la Cena del Señor por el afán de mantener una disciplina eclesiástica”, según palabras del teólogo González Faus.
Al hilo de lo que acabo de decir, no quisiera dejar pasar la ocasión para aducir otra razón más, a partir del criterio del amor, para avalar el argumento de la mujer como presbítera. Por la sencilla razón de que el amor transciende todo tipo de condición humana como puede ser el sexo, la raza y también la religión, por supuesto. “Los que os habéis bautizado en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”, según palabras del apóstol Pablo a los Gálatas (3,27-28).
Si es, pues, el amor el ideal, todo lo que no fuera en esta dirección significaría estar situado en el sentido contrario. Y no siempre, ni mucho menos, por la posible indolencia del varón ordenado, sino por la estructura eclesial que llega a convertirlo en muchos casos en un transmisor de órdenes, mandatos, preceptos o en un administrador de rituales que tienen muy poco que ver con presidir en el amor y animar con el ejemplo a la vivencia del mismo.