Cuando estudiaba de niño el Catecismo, los mandamientos de la Ley de Dios eran, quizá, lo primero que había que aprender porque se consideraba que formaban parte del eje central de la doctrina cristiana. Con el transcurrir del tiempo, se fueron produciendo cambios en cuanto a la expresión verbal de los mismos. Dicho sea de paso, los autores de dichos catecismos empleaban muchas veces palabras poco o nada inteligibles para aquellos niños cuya única fuente de cultura era la enciclopedia escolar. Tal es el caso de aquel “no fornicar” del sexto y no “hurtarás” del séptimo. Ya me podréis decir qué podían significar para un niño los conceptos fornicar y hurtar. Quiero centrarme en el segundo de los casos sobre los que estamos hablando, que corresponde precisamente al séptimo mandamiento: no robarás (concepto que se introdujo más tarde para suplantar al de no hurtarás).
Ya hablemos de hurtar o de robar, el diccionario de la lengua nos dice que consiste en apropiarnos de lo ajeno, tanto se haga con violencia o sin ella. Por tanto, se transgrede dicho mandamiento cada vez que me apropio de lo que no es mío porque pertenece a otra persona. Vemos, pues, que aparece una acción directa por parte de la persona que roba o que comete el hurto que nos hace muy fácil saber cuándo existe o no una acción punible o moralmente incorrecta.
Sin embargo, sí que considero muy importante especificar ciertos momentos y situaciones en que no puede aparecer la acción -y menos aún directa- pero, en cambio, el robo o el hurto es tan flagrante como si apareciera.
Está claro que estamos hablando de la propiedad que le puede venir a la persona por cauces diversos y diferentes. De entre todos ellos, me gustaría hacer hincapié en uno de manera especial que está íntimamente relacionado con la justicia. En concreto, cuando a una persona no se le da lo que en justicia le pertenece o se merece significa que le estamos robando. Llegados aquí, entramos en un campo que debiera estar muy claro, pero que en la práctica queda muchas veces bastante oscuro y un tanto viscoso. Nos encontramos, pues, ante una realidad que nos lleva de manera obligada a otra, aunque lo hagamos inconscientemente; me refiero al campo de la ley. Porque, ¿quién es la persona encargada de decir “esto es justo y esto otro no lo es”? Está claro que, para evitar la disparidad de pareceres respecto a la exactitud de la justicia, ponemos la ley como el árbitro más seguro de la misma.
Así las cosas, me vienen a la mente dos aspectos que tienen que ver con todo esto, ¡y mucho, por cierto! Por un lado, una pregunta o dos, mejor dicho: ¿realmente todo lo legal es justo? ¿Siempre lo justo está recogido en la ley? Por tanto, no podemos aducir la ley en todo momento como el único criterio en cuanto al cumplimiento de nuestros deberes para con los demás, entre ellos el de lo que es suyo y le pertenece; cosa que en muchos casos está por encima e incluso fuera de la ley.
Por ello, el segundo aspecto que no debiéramos perder nunca de vista es el de la conciencia. Malo cuando queremos acallar nuestra conciencia con lo que dice la ley. Tal es el caso de las relaciones laborales. “Yo ya cumplo con lo que manda la ley”, dicen algunos. La respuesta es muy sencilla: “Sabes muy bien –si es que te quieres enterar– que dicha ley a la cual te refieres es injusta a todas las luces”. Por tanto estaríamos ante un flagrante caso de hurto o robo encubierto de funciones o de dinero de una persona en concreto. Por ello, el robo o el hurto va mucho más allá de la sustracción directa de una cosa.
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