En noviembre de 2011 decidimos dar el coche de baja y no comprar ninguno. En su lugar optamos por estar un año sin coche y luego, a la vista del resultado, comprar uno o no. Nuestra situación vital actual nos permitió tomar esta decisión. Nuestros hijos son ya mayores y prácticamente no hacemos desplazamientos juntos. Hace ya más de diez años que no usamos el coche para desplazamientos dentro de la ciudad, para los que utilizamos el transporte público, la bicicleta o, simplemente, caminamos. El único uso cotidiano que hacíamos del coche era para mis desplazamientos al trabajo en Burjassot (10 km de ida y 10 de vuelta, en días laborables).
Además de este uso cotidiano, el coche nos servía para los desplazamientos al pueblo de Ester (a 115 km de distancia de Valencia) y a las casas de nuestros amigos; desplazamientos que, en conjunto, hacemos entre una y dos veces al mes. Finalmente, hay también viajes ocasionales en vacaciones (Semana Santa, Navidad y/o verano).
Nuestra motivación ha sido, en parte, económica. Tener un coche supone un gasto que incluye el coste del coche, el seguro anual, las revisiones, mantenimientos y reparaciones, y el consumo de carburante. En nuestro caso, a lo largo de los doce años que tuvimos el coche, el dinero invertido en desplazamientos fue de unos 5.000 euros al año. Con un coche más pequeño y de menor consumo y un uso, quizá, más responsable, el coste podría haber bajado a los 3.000 euros al año. Obviamente, seguimos teniendo necesidades de movilidad que tienen un coste, pero el uso del transporte público, el alquiler ocasional de un coche, el compartir vehículo con familiares y amigos (y también una cierta autolimitación en la necesidad de desplazarse) tienen un coste bastante inferior al de 300 euros al mes.
Sin embargo, el tema económico no ha sido la razón más importante. El motivo que nos ha llevado a tomar esta decisión tiene que ver con nuestra evolución hacia una conciencia ecológica cada vez mayor y la preocupación por la viabilidad medioambiental de nuestra forma de vivir.
Con estos planteamientos iniciamos esta nueva etapa. El tranvía sustituyó al coche para ir al trabajo. Los autobuses y trenes de cercanías han resuelto también muchos de los desplazamientos al pueblo, a la playa… También hemos compartido coche y gastos con amigos en los desplazamientos comunes (que suelen ser bastantes). Los padres de Ester han puesto su coche a nuestra disposición y lo hemos utilizado tres o cuatro veces. Finalmente hemos alquilado un coche un par de veces. En total hemos utilizado un coche, bien solos, bien de forma compartida, entre dos y tres veces al mes.
Con todo esto, nuestra decisión al cabo del año fue la de seguir viviendo sin coche. Pero la historia no acaba aquí. Obviamente, el dejar de tener coche ha cambiado en cierta medida nuestra forma de vivir y cambiar la forma lleva a cambiar el fondo. Sin coche somos más dependientes (por tanto, más «necesitados»). Nos vamos haciendo más pacientes, más conformados. Compartimos espacios con personas con menos medios económicos y eso te hace menos elitista. Pedimos más favores y, al devolverlos, hacemos más tupida nuestra red de solidaridad. Nada de esto estaba en nuestra mente cuando decidimos darnos ese año de reflexión. Veremos qué más descubrimos.