Fue el 8 de noviembre, no tiene la fecha grabada. Se acuerda, eso sí, de lo que pasó, pero ella no guarda en la memoria los datos de más de 6.000 personas muertas, más de 2.000 desaparecidas y catorce millones afectadas. Ella no sabe que los vientos alcanzaron una velocidad de hasta 315 kilómetros por hora y el nivel del mar aumentó más de diez metros, llevándose consigo 1’2 millones de viviendas. Ella sabe que su casa ahora es un centro de evacuación. Uno de los 1.587 que hay distribuidos por Taclobán y otras de las poblaciones afectadas en las provincias de Sámar y Leyte y por otras zonas de Visayas, en el centro y sur de Filipinas. Ella sabe lo que pasó pero no lo guarda en la memoria porque solo quiere saber del ahora y ahora lleva en sus manos una bolsa con golosinas y dulces navideños que ha sido capaz de recolectar, gracias a su habilidad y energía intactas. Se ha calado, su piel cobriza brilla con instantes de gotas de agua. Su pelo mojado, también su vestido malva salpicado de flores, parece toda ella ajena a una lluvia que no cesa, al barro que se acumula y la humedad que se pega a los huesos en medio de la destrucción y la tragedia. Ella abraza su bolsa de dulces como el más preciado tesoro. Tampoco sabe de las abundancias de la Navidad en países lejanos, qué va a saber ella, que agarra su bolsa como un pirata el botín o como una madre su bebé o como una niña, mucho más afortunada que ella, sus regalos de Reyes.
A belleza no le gana nadie. Esta es la metáfora de un pueblo, la gracia y desgracia de la gente en Filipinas. Agarran sus instantes de felicidad en medio de la tragedia como esta niña agarra su bolsa en la foto. Tras ella, tras cada uno de ellos, está un país por reconstruir, kilómetros de intemperie, desprotección, malnutrición y brotes de enfermedades, tiendas de campaña y escombros por todo paisaje. Reconstruir la vida va a pasar por instrumentalizar con medios para arrancarle a la tierra nuevas cosechas y remendar redes y embarcaciones para salir a pescar y volver a poner en pie los pequeños negocios de subsistencia y empezar de cero, empezar de nuevo, porque no es la primera vez que empiezan y un zarpazo se lleva por delante lo empezado. Mientras tanto, ellos agarran migajas que les llegan y sonríen.
Mira despacio su sonrisa, tienes la foto ante ti, no intimida a nadie que te quedes mirando, ella no te lo va a recriminar, ni su madre o su padre, si los tiene. Mírala. No encontrarás ni un quebranto en esa sonrisa, ni una grieta, ni media vacilación. Grandeza y miseria de un pueblo azotado que se empeña en sonreír.
Hasta aquí la instantánea de esa niña “sin nombre”, con nacionalidad filipina, en las inmediaciones del desastre provocado por el tifón Haiyán. Permíteme ahora unas consideraciones, como por añadidura. La primera, sobre la resiliencia que encierra esa mirada. Se dice del pueblo filipino que es un pueblo resiliente. El concepto de resiliencia social o grupal, según Oscar Chapital, consiste en que un grupo, estructura social, institución o nación, forme estructuras de cohesión, de pertenencia, de identidad y desarrolle formas de afrontamiento de eventos y situaciones que ponen en riesgo al grupo y su identidad. No sé hasta qué punto estará esto estudiado en la población filipina, pero lo cierto es que hay muchos testimonios de personas de las organizaciones internacionales de ayuda humanitaria que lo afirman a propósito de este devastador tifón. Podría decirse que nuestra protagonista lleva resiliencia en su ADN. Se necesita mucha resiliencia para regresar a las escuelas sin paredes y poner en marcha hospitales medio derruidos, para limpiar tierras y canales de riego de sedimentos, para desescombrar vías de comunicación tras el durísimo golpe emocional de haber perdido seres queridos, la propia vivienda y el entorno cotidiano. Se trata de reconstruir todo un entorno, infraestructura y paisaje, contra el poder del viento, el mar y la lluvia. Hay expertos en catástrofes naturales asesorando a los gobiernos locales filipinos, hay muchas organizaciones involucradas en esta ayuda humanitaria, hay dinero destinado y centenares de miles de cajas con alimentos básicos y enseres… Pero todo es insuficiente, quedan zonas rurales, miles de familias, que no cuentan con la asistencia necesaria y costará años reconstruir los daños de un día de tragedia, como dice Jens Laerke, portavoz de la oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios.
Además, segunda reflexión, mirando lo más al fondo de la imagen posible, está el dramático factor causal que hace que este tifón, uno de los más devastadores de la historia, no sea el último. Por su ubicación geográfica, Filipinas es un país atado a un destino trágico de sucesión de desastres naturales que, por otra parte, no son solo naturales. El calentamiento global está agregando una fuerza «artificial», provocada por el alto consumo de los países industrializados, que agrava lo que solemos llamar un desastre «natural». Es decir, el calentamiento global intensifica los efectos de desastres naturales semejantes a éste, lo que genera más victimas, consecuencias más fatales. La temperatura del océano Pacífico tropical, de donde vienen la mayoría de los tifones, se ha estado calentando cada vez más y esa alta evaporación de las aguas favorece los fenómenos extremos como el tifón Haiyán. De esto se ha hablado en Varsovia, en la 19ª Conferencia del Cambio Climático, del 11 al 22 de noviembre de 2013, tres días después de que tuviera lugar el desastre del Haiyán. Sin embargo ha sido una cumbre fracaso, una vez más la prevalencia de intereses de los países industrializados, de las grandes compañías multinacionales, ha imposibilitado acuerdos de máxima urgencia dirigidos a frenar el calentamiento global.
A la vista de esto, el pueblo filipino tendrá que ser resiliente, no le quedará más remedio que forjarse esta identidad. A nosotros, espectadores ajenos, nos queda remedio, el remedio de comprender las causas de estos fenómenos, de incidir en los medios a nuestro alcance para que las políticas internacionales cambien, de conocer de mano de los medios de comunicación la repercusión sobre las víctimas, de colaborar con alguna de las variadas organizaciones que actúan sobre el terreno y, finalmente, de manera decisiva, de comprometernos en un consumo consciente y responsable.