Le pregunté al cardenal Rouco por qué la Iglesia no se había manifestado con motivo de la crisis económica que nos atenaza y me contestó negando el supuesto: tanto el Papa como los obispos han hablado de la crisis, denunciando sus raíces de avaricia y rapiña.
En consecuencia, me puse a buscar y, en efecto, he encontrado algunas declaraciones y documentos eclesiásticos que dicen una palabra sobre la formidable crisis financiera internacional. Con ello sin embargo mi pregunta no ha hecho más que desplazarse: ¿cómo puede ser que yo, que estoy interesado, no supiera nada de esos textos? Y ¿cuánto sabrán los desinteresados? Evidentemente, nada en absoluto.
Todo ello me ha llevado a reflexionar sobre la fijación de la Iglesia en la palabra, en los textos escritos, en los largos documentos que, en el mejor de los casos, solamente leen los adictos. Eso convierte a las declaraciones jerárquicas en una suma de literatura sapiencial y a sus autores en una academia, tan docta como todas y, como todas, muy poco influyente.
No hace tanto que la elección de Obama como presidente de los Estados Unidos y la liturgia de su juramento han puesto una vez más de manifiesto lo que ya era bien conocido: que vivimos en un mundo mediático, en el que las imágenes son mucho más importante que las palabras.
Por esta razón, lo que yo quería decir al cardenal de Madrid es que echaba de menos de parte de la Iglesia un gesto poderoso, una llamada a rebato, una movilización general de los cristianos contra la crisis, una especie de leva predicada, como corresponde a una época globalizada, urbi et orbe.
No hacía mucho que habíamos leído un domingo un fragmento de la primera Carta a los Corintios en el que san Pablo constataba que “el tiempo apremia” y que “la figura de este mundo pasa”. En esa circunstancia, el Apóstol propugnaba unos modos de vivir alternativos, de modo tal que “los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran… los que usan de este mundo como si no lo usaran”. Quien, en el instante en que vivimos, ha tomado conciencia como él de que el tiempo apremia no puede vivir como si nada estuviera pasando; cuando también -ojalá- la figura de este mundo ha de pasar, pensaba yo que la obligación de la Iglesia jerárquica era la de echarse al monte que ha abierto la crisis, llamando a una movilización general. Todo cristiano, de arriba abajo, ha de ponerse a la obra de la solidaridad con los que sufren por la crisis. Los obispos que los tengan han de habilitar sus palacios para algunos sin techo; los monasterios han de ofrecer alojamiento gratuito y acaso algún trabajo; los cristianos de a pie han de rebuscar en sus bolsillos y sobre todo aguzar su creatividad: compartir el sueldo con quien lo ha perdido, ofrecer algunas horas de trabajo… todo en el marco de un toque a rebato publicitado a los cuatro vientos.
Hablaba yo de estas cosas en la homilía y a la salida me encontré con la contestación de un hombre joven que se encontraba entristecido por mis palabras y desde luego disconforme con ellas. La función de los obispos no es acoger marginados, los monasterios son contemplativos y no activos etc. etc. Yo le opuse mi convencimiento de que el vino nuevo ha de ponerse en odres nuevos, de que los obispos no sólo pueden sino que deben acoger marginados, que los monasterios tienen hospederías y por tanto pueden ampliar su función y, en definitiva, que es el Evangelio el que ha de servir de guía y no los usos y costumbres por venerables que sean.
Embarcada en campañas que únicamente le traen enemistades y desafecciones, la Iglesia ha perdido, a mi modo de ver, la ocasión perfecta para mostrar de manera palpable que es fiel a su misión de traer una buena noticia a los pobres. En este caso, a tantísimos pobres víctimas de la crisis económica mundial y española.