De amigos y precariedad laboral

“Son mis amigos”, cantaba Amaral. La mayoría en torno a mi edad –entre 30 y 40 años– gente más o menos como yo, como suelen ser los amigos. Es decir: gente con estudios superiores y de familias de clase media o media-alta. Gente normal, maja, culta, que ha dedicado al menos 18 años de su vida a formarse. Gente con éxitos académicos en su recorrido personal. Gente que ha leído mucho, que ha viajado, que ha visto exposiciones. Son mis amigos.

Es mi amigo Andrés, que el otro día me sorprendía al afirmar: “Nunca en mi vida he recibido un salario que llegara a mil euros”.

Andrés, licenciado superior con tres másteres en distintas especializaciones de su carrera, es una persona brillante. Durante casi cinco años estuvo ejerciendo su profesión con un contrato a media jornada, hasta que la crisis –y la mala gestión–dejó tocada a la asociación en la que trabajaba. Al paro. Allí lleva ya tres años, con pausas salpicadas de mini-contratos precarios: como comercial de alimentación, como trabajador en una gran multinacional de la moda, como revisor de libros, pegando carteles, cogiendo el teléfono para sustituir a una secretaria durante sus vacaciones… La última oferta que tuvo era para trabajar en rebajas en una tienda de un centro comercial en las afueras de Madrid con horarios descabellados: un día de 10 de la mañana a 11 de la noche con tres pausas, otro día solo de 8 a 10 de la noche… en esa línea. Tres años esperando una oportunidad para volver a trabajar en algo relacionado con su profesión. Parece que hay una opción en el horizonte y, cuando me lo cuenta, la alegría es inmensa, “¡qué bien!, ¡ojalá salga!… quizá allí si tendrás un sueldo de más de mil euros”. “Ay, querida”, me contesta, “lo dudo mucho porque será, otra vez, a media jornada”. Y añade: “Los mileuristas son ahora una casta superior”.

Es mi amiga Marina, licenciada en periodismo y con un máster, con una inteligencia desbordante, que nunca ha tenido un contrato como periodista.

Varias carreras, algún master y sin un sueldo de más de 1.000 €

Marina, a quien desde que la conozco he visto trabajar casi de todo: como teleoperadora, escribiendo reseñas para webs de restaurantes por cuatro duros, como dependienta en una frutería, como ayudante en un festival… Me cuenta que ahora está trabajando como autónoma por menos de 400 euros en una asociación. “Bueno, me doy de alta solo dos veces al año y facturo todo de golpe, porque si no, no podría pagar la cuota de la Seguridad Social (267’03 euros mensuales), como hace años me tuve que dar de alta una vez ya no tengo derecho a ninguna bonificación”. Se da de alta dos veces al año y, claro, cobra dos veces al año y cotiza dos meses al año. Se ha ido a vivir a casa de sus padres, con todo lo que ello implica en la treintena. “Así que he decidido prepararme unas oposiciones de nivel C2, al menos son 1.200 euros de sueldo asegurado, que está fenomenal, oye”.

Es mi amiga Montse, licenciada en imagen y sonido, con un máster en guion de cine y pasión por contar historias, por escribir, por crear… Hace cuatro años que abandonó su profesión.

Montse, que había estado encadenando contratos temporales en una televisión regional, “así funcionan las productoras audiovisuales, te contratan unos meses para un programa y luego al paro durante un tiempo”. Pero aquella televisión cerró, como tantos medios locales con la crisis y aquel paro temporal se convirtió en indefinido para ella y para su marido, compañero también de trabajo. Se cruzó la paternidad y ambos decidieron cambiar de rumbo: su marido para trabajar en una fábrica y ella para quedarse en casa y seguir formándose ante la falta de oportunidades. Estudió idiomas, diseño gráfico, social mediaMontse es una de las personas con más talento e inquietud que conozco. Tras dos años en casa finalmente encontró un trabajo. La realización personal que suponía conseguir al fin un empleo fue aliciente para aceptar el sueldo mínimo que permite el convenio de oficinas y despachos. “Estoy de secretaria en una academia a media jornada, pero en realidad hago de todo: actualizo la página web, les diseño folletos, hago fotos…”.

Es mi amigo Juan Antonio, con un cociente intelectual que le acredita como superdotado, pero ya he perdido la cuenta del tiempo que lleva en paro.

Juan Antonio es licenciado superior y con formación complementaria como para empapelar una habitación. A él no se lo he preguntado, pero sospecho que le pasa lo mismo que a Andrés y nunca ha ingresado un sueldo de más de mil euros. La precariedad ha ido persiguiendo su carrera laboral con trabajos de animador cultural, de community manager, de profesor de asignaturas extraescolares… Durante un tiempo estuvo como becario en una universidad pública gestionando sistemas on line, pero el bajo sueldo y la desesperación del funcionamiento institucional le hicieron abandonar. Este es otro que, pasada la treintena, ha tenido que volver a casa de sus padres. El último trabajo que consiguió lo dejó después de unos meses porque el salario no le alcanzaba para pagar la cuota de autónomo y los gastos del despacho de coworking en el que estaba. Y, poco a poco, se va replegando sin querer salir de una zona de confort que, en realidad no es nada confortable. Me paso la vida mandándole oportunidades que me llegan y que tal vez no coinciden al 100% con su perfil. El paro prolongado va minando la autoestima y el ánimo para querer embarcarse en historias, el miedo a otro fracaso es demasiado grande. Una de las últimas veces recuerdo que me contestó: “No me atrevo. Y mira que necesito hacer contactos pero me da que con esto me sale el tiro por la culata”.

Son Andrés, Marina, Montse, Juan Antonio (*). Y solo he contado estos cuatro casos pero me vienen a la memoria unos cuantos más. Son mis amigos. Gente brillante con un talento enorme y enormemente desperdiciado. Gente cercana que se parecen tanto a mí que podría ser yo. Han vivido casos de trabajo indigno que han tenido que aceptar por propia dignidad. El trabajo precario es la nueva pobreza y, así, no llegamos a ninguna parte.

* Los nombres han sido cambiados para proteger la identidad de los protagonistas, no vaya a ser que, encima, tengan represalias en sus trabajos precarios.

Cristina Ruiz Fernández
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