González Faus: «Los evangelios tienen poca teología pero mucha espiritualidad»

Una carta reciente de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe pretende discernir algunos aspectos de diversas corrientes de espiritualidad que alcanzan ahora cierta difusión. José Ignacio González Faus –a quien no hace falta presentar- ha accedido amablemente a responder al siguiente cuestionario y a hacer un comentario profundo -y a la vez asequible- a creyentes interesados en los actuales caminos de la fe y de la espiritualidad.

La Congregación de la Fe ha publicado la Carta Placuit Deo, un documento breve, quizá difícil de entender para los no iniciados. ¿Qué dice, en resumen?

Alerta sobre una espiritualidad difusa, que está poniéndose de moda y no me parece cristiana. La compara con aquella “gnosis” contra la que tanto tuvo que luchar el primer cristianismo: una salvación por solo el conocimiento. Hoy: con saber que tu ego es una mentira, ya estás salvado. Hay otro aviso de pelagianismo: creer que podemos salvarnos por nosotros mismos. Para estas corrientes Cristo no es propiamente el Salvador; solo recurren a él para avalar posiciones propias con alguna frase de Jesús como uno de tantos maestros espirituales, pero que no es propiamente “el Hijo de Dios” (por imperfecta que sea esta expresión), sino el que nos enseña que también nosotros somos hijos de Dios como él. La creencia fundamental cristiana (somos “hijos en el Hijo”) queda reducida a que somos hijos como ese otro hijo.

El teólogo González Faus responde a Alandar

José Ignacio González Faus por Pepe Montalvá

El documento no cita ningún teólogo concreto, ¿por qué cree que lo hace?

Hace bien en no citar nombres: pues una cosa son las doctrinas y otra, las personas. En lo que toca a las personas, el magisterio de la Iglesia no debe tener ni la primera palabra ni la segunda sino la última. Antes estamos los cristianos para dialogar y discutir entre nosotros, a ver si llegamos a un acuerdo. Por otro lado, muchas gentes se apuntan a esas espiritualidades pretendidamente nuevas con la mejor voluntad; y seguramente reencuentran cosas que habíamos olvidado: porque la historia solo avanza a bandazos, no de manera rectilínea. Y es que nuestra realidad es dialéctica y la realidad de Dios todavía más: Nicolás de Cusa definía a Dios como “la armonía de contrarios”. Esa armonía es imposible para nosotros, por eso avanzamos yendo de un lado para otro: descubriendo “novedades” que nos hacen olvidar otras verdades que parecían definitivamente adquiridas. Eso me enseñó la historia de la cristología, con las oscilaciones continuas entre divinidad y humanidad de Jesús. Pascal dijo también que las herejías no son tales por lo que afirman, sino porque lo afirman de una manera que no deja espacio a la verdad complementaria de la suya.

En el caso que nos ocupa quizá surge todo de una necesidad de recuperar la interioridad, en esta sociedad que (al no proponer más finalidad de la vida que el consumo) nos va dejando vacíos. Pero, según la visión cristiana del hombre, resulta que interioridad y exterioridad son inseparables: ahí sí que se da una auténtica no-dualidad, inalcanzable para nosotros; solo podemos tender asintóticamente a ella. Esas nuevas corrientes parecen quedarse en un repliegue cómodo sobre uno mismo, que solo sale al exterior en una supuesta unidad “pan-óntica” (prefiero decir eso, más que panteísta).

¿Qué argumentos aducen esas espiritualidades?

Apelan a un “cambio de paradigma” histórico. Pero los paradigmas no cambian de manera mecánica y universal, sino más bien como tareas que se nos presentan. Hace años habló Metz de un “más allá de la religión burguesa”, proponiendo un necesario cambio de paradigma que no supimos hacer. Esas nuevas espiritualidades me parecen profundamente burguesas o, mejor, pequeño-burguesas: expresión que estaba de moda hace unos años en el campo laico para criticar unas pseudoizquierdas faltas de sentido social pero que, por otro lado, no eran grandes opresores ni grandes ricachones: simplemente vivían tranquilos y cómodos en  su autorrepliegue. A eso creo que se refería Metz.

Ahora, aun entre gente que se considera cristiana, se oyen opiniones sobre Dios que difieren de lo que enseña la Biblia. ¿Qué diría de esas afirmaciones de que “un Dios fuera de nosotros es una mentira” o que Dios es “como un Todo que nos vive”?

 Cuando Jon Sobrino habla de nuestro mundo suele repetir: “La sangre sigue corriendo”. Pues bien: allá donde la sangre corre, buscar una espiritualidad o un dios ajenos a este dato es portarse como el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano: no es casualidad si Jesús pone allí, como ejemplos del mal camino, a dos representantes de “lo espiritual”. Por eso temo que valga de esas corrientes la crítica de Marx a la religión: el hombre hace esa espiritualidad; esa espiritualidad no hace al hombre.

Los evangelios tienen poca teología pero mucha espiritualidad. Creo que esa espiritualidad cabe en tres principios: a) cuando ayudas al caído en la cuneta, “a Mí me lo haces” (Mt 25), b) por muy espiritual que seas, para ser seguidor de Jesús “una cosa te falta”: todo lo que te sobre una vez cubiertas dignamente tus necesidades verdaderas, “ponlo al servicio de los pobres” (Mc 10). Y c) “No se puede servir a Dios y al dinero”, por lo que “es imposible que un rico se salve” por espiritual que sea. La única forma de salvarse es hacer lo que hizo Zaqueo.

El IV Concilio de Letrán dijo que de Dios no podemos decir nada con tanta verdad que no tenga más mentira. Solo podemos aspirar por tanto a “la mentira más pequeña”. A mí las afirmaciones que citas me parecen mentiras más grandes que la de Jesús cuando reduce su lenguaje sobre Dios al Abbá y al Reinado de Dios. Un Dios fuera de nosotros solo será verdad si no excluye a un Dios dentro de nosotros. “Un todo en el que estamos” solo será verdad si, además de ser Aquello “en quien vivimos, nos movemos y somos” (como predicaba Pablo en Atenas), es Aquel a quien puedo llamar Padre. Cuando Etty Hilesum descubre a Dios dentro de sí, no por eso deja de dirigirse a Dios como un interlocutor supremo. El problema para mí está en lo que dice un teólogo norteamericano que he citado otras veces: “Nuestra espiritualidad busca a Dios solo como un recurso terapéutico, no como un desafío”. Y Dios solo será lo primero si aceptamos que sea lo segundo.

Por lo demás, sería bueno recorrer lo que se ha ido diciendo de Dios en toda la historia. “El miedo hizo a los dioses”, escribió el poeta Lucrecio y creo que es verdad si se mantiene el plural: el miedo es politeísta. El pueblo judío recae constantemente en la idolatría porque el único Dios les queda demasiado lejos (como decían los salidos de Egipto a Aarón pidiendo el becerro de oro: “Ese Moisés que nos guiaba no sabemos qué ha sido de él”). Freud cree también que la religión brota de “una ilusión” de protección que nos constituye. Frente a eso, la experiencia religiosa que algunos llaman “sentimiento oceánico” (y que Freud malentiende la única vez que alude a ella) no es experiencia de protección, sino una experiencia de inmensidad y de gratuidad. Por lo primero asusta (pues en el océano no te sientes envuelto sino que te ahogas). Por lo segundo llama a confiar y a salir de ti. Si no se dan esas dos actitudes a la vez, se cae en los fundamentalismos, que son la verdadera tentación de todo monoteísmo y que, queriendo sustituir la confianza por la seguridad, falsifican a Dios y se vuelven violentos.

Otro tema que toca el documento es el de la redención. Por ejemplo, Spong, al que muchos siguen, afirma que es una cuestión que ya no tiene audiencia hoy día.

Afirmar que no necesitamos redención y que basta con descubrir la mentira de nuestro ego me parece el mayor engaño de ese ego. La mentira del ego es una gran verdad: pero tan sutil que, a veces, nuestro ego busca afirmarse a través de una proclamación sonora de esa mentira: hasta ahí llega nuestra capacidad de engaño. Porque no basta con reconocer esa mentira para estar ya salvados. San Pablo, que también la reconocía, acaba clamando: ¿quién me librará de mí?

¡El dolor humano no es una mentira! Imagínate este chiste digno de El Roto: un hombre en tierra  pateado y maltratado por otros. Un monje pasa por allí y le dice: “No se preocupe, que su yo es ilusorio”. El budismo, máximo proclamador de la mentira del ego, afirma también que los hombres llevan dentro lo que llama “la naturaleza de Buda” (con lenguaje bíblico diríamos: la imagen de Dios). O sea: la mentira del ego es una gran verdad, pero no puede menoscabar la otra verdad mayor que es la absoluta dignidad del ser humano.

Decir que la salvación es sacar lo mejor de nosotros mismos es una media verdad de esas más peligrosas que las mentiras totales. El mismo budismo reconoce que no podemos realizar esa naturaleza de Buda sin fe en Buda y sin su ayuda.

Algunas de esas exageraciones son comprensibles como reacción contra una explicación deforme de la redención como expiación dolorista y demás. Pero esa explicación estaba ya superada en la teología y en la más  primitiva tradición cristiana. Tú me citas a ese Spong que dice que la cuestión de la redención ya no tiene audiencia hoy en día. Puedo citarte un famoso filósofo no creyente (G. Bataille): “La única verdad del hombre finalmente entrevista es ser una súplica sin respuesta”. Que la redención no tenga audiencia no significa ahí que no la necesitemos, sino que no creemos que exista. Tarea cristiana sería evitar esa falsa salida que va promocionando la sociedad consumista: la del esclavo que se cree libre o (con palabras de A. Camus) “del Sísifo que se cree dichoso”.

¿Qué decir de ese mantra de la no-dualidad que corre por ahí?

Es otra de esas medias verdades peores que las mentiras. La expresión puede tener, por lo menos, tres sentidos.

A nivel metafísico es algo que ya decía la escolástica más tradicional: Dios está en todas las cosas dando el ser etc. Recuerda la doctrina del “concurso” o la oración aquella: “Rerum Deus tenax vigor” (Dios fuerza perenne de las cosas). Pero una afirmación metafísica no puede convertirse en psicológica.

En otro sentido, el hinduismo llama no-dualidad (“advaita”) a la experiencia de Dios presente en lo más hondo de mí mismo (“atman-Brahman”). En lenguaje cristiano hablaríamos del Espíritu Santo y el famoso diario de Etty Hillesum cuenta una experiencia semejante que fue la que le hizo descubrir a Dios. Pero déjame añadir que, ya en el hinduismo, hay varias escuelas intérpretes de esa no-dualidad: unas más panteístas y otras más dualistas.

Finalmente, la más profunda realización de esa no-dualidad es lo que llamamos la “unión hipostática” –de la naturaleza humana y divina-  en Cristo. En este sentido decía Rahner que “el hombre es una pretensión de unión hipostática”: una pretensión de no-dualidad.

Por eso, el gran error de ese lenguaje es concebirlo como opuesto y superador del dualismo: “el dualismo es un mito y la no-dualidad no lo es”. Pues no. Tan verdad (y tan mito) es el uno como el otro. Solo son válidos ambos a la vez, por contradictorio que eso nos parezca. Ya en el siglo II, San Ireneo reivindicaba ese lenguaje dialéctico sobre Dios: pues lo que no cabe decir de Él por su grandeza, podemos decirlo por su amor.

En el fondo la no-dualidad parece una negación de la persona, ese concepto central en el cristianismo

Podría ser, porque la experiencia espiritual cristiana no es encontrarme sumergido en “Lo que es” sino encontrarme sumergido en “El Amor que es” y es el que hace persona. El Nuevo Testamento no define a Dios como “el Ser subsistente” sino como “el Amor subsistente”. No solo como el que “tiene amor”, sino como el que “es Amor”. Eso significa la Trinidad: el amor necesita alguien digno de ser amado por él y de quien pueda ser amado como él merece (esa “donación de Dios” a la que llamamos Palabra o Hijo con nuestro torpe lenguaje). Y el amor no consiste solo en mirarse uno al otro, sino en mirar juntos hacia un exterior que los une todavía más y solidifica ese amor (el Espíritu en nuestro lenguaje).

Según eso, el engaño en la no-dualidad sería pensar que, si no hay dualidad entre Dios y yo, tampoco la hay entre el rico y el pobre. Sé de una monja muy amiga de estos eslóganes que, con la mejor voluntad, le dijo un día a la cocinera: “Usted y yo somos uno”. Y la cocinera, una vasca de esas de palabras pocas y claras, contestó: “¡Ah sí! Pues haga usted la comida en mi lugar”.

¿Qué podemos encontrar como interpelación y tarea en esas tendencias?

Remito a lo dicho antes sobre la necesidad de enriquecer nuestra interioridad. Creo que eso tiene que ver con ese olvido del Espíritu, del que tanto se  habla hoy como déficit de la teología occidental. En ese sentido son imprescindibles. Pero que no caigan en el error de buscar un “espíritu sin carne”: eso sería más platonismo que cristianismo.

 

 

Carlos F. Barberá
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