En relación con el Informe publicado en el número de diciembre de alandar sobre el aniversario de la Comunidad de Taizé, quisiera hablar un poco más sobre el Hermano Roger.
Se han analizado sus actos, sus palabras, sus escritos, sus gestos, con más o menos acierto; ya existe toda una literatura acerca de su persona, de su figura. Por lo tanto no me atrevería yo a entrar en semejantes honduras. Así que, humildemente, sólo puedo hablar de mi experiencia cerca de Roger. Y recalco el término “cerca”.
Yo llegué a Taizé por primera vez hace muchos años, ni siquiera sabía donde iba o qué me aguardaba allí; un amigo me lo propuso y yo acepté, sin más. Tras dieciséis horas de viaje, la impresión de la llegada no pudo ser peor: montones de autobuses que iban y venían, gentes extrañas de todos los colores que iban y venían, montañas de mochilas que iban y venían… aderezado con el polvo y el calor de agosto.
Entrar en la Iglesia de la Reconciliación me pareció el acabose: cientos y cientos de personas sentadas en el suelo cantando extraños cantos que se repetían, y así durante horas. ¿Por qué no me marché de allí entonces? No recuerdo cuándo, en qué momento, fijé la vista en el Hermano Roger: han pasado muchos años y he olvidado los detalles. Lo único que sé es que desde entonces jamás pude apartar la vista de él.
Nunca mantuve un contacto personal con Roger, tan solo visual. No hizo falta. Sólo acudí una noche cuando, ya anciano, se quedaba en el fondo de la iglesia imponiendo sus manos sobre la gente. Entonces puso sus ojos en los míos y yo en los suyos… y sobre mí se derramó una catarata de amor, de compasión y de perdón. Era el mismo Dios el que me miraba a través del Hermano Roger.
A Roger le debo mucho de mí mismo, de quién soy en este momento. A través de él recuperé una vida espiritual que tenía olvidada. Sin darme cuenta, durante estos años mi visión del mundo, de las cosas, de la gente, ha cambiado de manera radical. He eliminado prejuicios, he derribado barreras.
Recuerdo el último día que le vi, dos días antes de su muerte. Nosotros regresábamos a Madrid y él se iba del brazo de hermano Luc al final de la eucaristía del domingo. Durante unos segundos detuvo su marcha, puso su mano en el corazón y nos miró a todos los que estábamos allí aquella mañana.
Fue su forma de decirnos adiós. A través de una mirada me abrió su puerta, y a través de una mirada se despidió de mí. Sin palabras; éstas nunca fueron necesarias entre él y yo.
Ahora, cuando llego a Taizé, una vez instalado, mi primera visita es a su tumba. Allí me siento durante horas a contemplar, como siempre hice. Y su paz y su perdón siguen envolviéndome de la misma forma que aquella primera vez en el fondo de la Iglesia de la Reconciliación.