No puedo estar más de acuerdo con cada palabra expresada por Carlos F. Barberá en su última columna, Funerales de Estado. Es doloroso –y repugnante– saberse parte de un país tan atrasado en tantos aspectos como España y verlo tan claramente reflejado en escritos como el de Barberá. Por otro lado, tranquiliza comprobar que hay gente consciente de los más flagrantes defectos de este país atrasado y que tienen la oportunidad de expresarlo para que otros lo leamos.
A mi juicio, funerales como el descrito ponen de manifiesto la necesidad que tienen dos enormes instituciones de cambiar y el largo camino que aún les queda –a ambas– hasta lograrlo.
Por un lado, tenemos al Estado español (y digo Estado porque hablo del nivel político, institucional: el complejo aparato físico y simbólico en que la nación queda representada), acorralado frente a uno de sus más importantes desafíos: dejar atrás su falsa e insuficiente aconfesionalidad para convertirse, de una vez por todas, en un verdadero Estado laico, donde los representantes públicos no asistan a procesiones; donde los crucifijos y las biblias estén desterrados de las tomas de posesión de cargos públicos; donde al Jefe del Estado no se le presuponga ninguna creencia religiosa ni se mezcle esta con el ejercicio de sus responsabilidades; donde no haya atisbo alguno de asignatura de religión o cosa parecida en el currículo de la educación pública; donde el gobierno no mantenga ningún tipo de acuerdo con ninguna religión ni ninguna religión se beneficie económicamente o de cualquier otra manera con el beneplácito del gobierno y donde, por supuesto, queden eliminados –de una vez por todas– los llamados “funerales de Estado” cristianos católicos, especialmente aquellos que no sean explícitamente acordes con las creencias de los difuntos (por ejemplo, un funeral por víctimas de un atentado terrorista, un gran accidente o un desastre natural).
Por otro lado, tenemos a la Conferencia Episcopal Española: la llamada “jerarquía de la Iglesia”, cuyo conservadurismo, hipocresía, voracidad y ansia desmedida de poder se revuelven ante cualquier atisbo de cambio, modernidad o justicia. Tras siglos de simbiosis con el poder político, esta jerarquía de la Iglesia (apoyada por lobbies, un cierto sector de la población y los dos partidos políticos que hasta ahora han gobernado en España) se niega a abandonar el poder de facto y se cree con derecho (porque todos sus apoyos se lo permiten de manera vergonzosa) a hacerse oír y querer influir, querer mandar y querer gobernar mucho más allá de donde se la tiene que escuchar y se la desea obedecer.
Ni el Estado español (por su inmadurez en cuanto a laicidad se refiere) ni la Conferencia Episcopal Española (por la delirante herencia que se atribuye) quieren enterarse de que el momento de la simbiosis ya ha pasado y de que hace tiempo que deberíamos encontrarnos ya en el momento de la coherencia y de la plena modernidad.