Tristeza. Por sus muertes. Por la terribles circunstancias de sus muertes. Por sus madres, sus padres, sus familias y todas las personas que los aman. Porque no van a volver a verlos, abrazarlos, acariciarlos. Por no poder, al menos, acompañarlos, velarlos. Si la muerte natural de nuestros seres queridos produce tal desgarro, ¿cómo será su dolor? Un dolor que durará ya para siempre…
Indignación. Por sus muertes. Por las terribles circunstancias de sus muertes. Porque se podrían haber evitado. Porque hace muchos años que esa tremenda realidad está ahí, cerquísima. Por la frialdad con la que pretenden explicar los hechos. Por los comentarios que los micrófonos abiertos nos han desvelado. Por la falta de humanidad. Por la oscuridad de las informaciones. Porque se habla hasta el hartazgo de “avalancha” y de “asalto” y no de hambre y desesperación, de las que tenemos tanta culpa. Porque no se habla de posibles “refugiados políticos”. Porque se habla de “inmigrantes” y de “subsaharianos” y no de personas, con su identidad y sus lugares de origen. (¡Qué distinto si fueran de otros países!) Indignación, porque probablemente ningún gobierno los va a reclamar. Y porque quienes gobiernan no acuden al lugar de los hechos. No lloran. Y parecen no ver.
Aliento. Por las personas que, agrupadas bajo signos de distinto tipo y a nivel individual, se preocupan, sienten compasión, ayudan, reivindican, socorren y salvan. Aliento por quienes, en medio de tanto dolor, tienen esperanza y trabajan para que otra realidad sea posible.
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