Réquiem por los congresos de teología

Es posible que los lectores más jóvenes de esta columna no sepan quién fue Ivan Illich. Nacido en 1922, austríaco de origen dálmata, ordenado sacerdote, profesor en varias universidades, se hizo famoso por una tesis bien sencilla: Cuando se supera un umbral de gasto de energía, no se consiguen los objetivos propuestos sino precisamente los contrarios. Aplicó este enunciado al tráfico, a la educación (en su libro La sociedad desescolarizada), a la medicina. Respecto a esta última, por ejemplo, sostenía (en su obra Némesis médica) que la medicina moderna, a costa de un gasto ingente de dinero, había logrado que las personas, en lugar de morir en su casa rodeadas de su familia, fallecieran en un hospital rodeadas de aparatos.

Pues bien, en 1966 fundó en Cuernavaca el CIDOC, una institución destinada a los misioneros y voluntarios yanquis y canadienses que iban a Latinoamérica pero que se convirtió en un centro de reflexión en el que participaron, entre otros, Erich Fromm, Paulo Freire o Sergio Méndez Arceo.

Diez años después, en la misma fecha en que lo había inaugurado, organizó una gran fiesta y lo cerró. Siempre había sostenido que las instituciones no deben perpetuarse eternamente.

Reconozco que me he dejado llevar de mi admiración por Ivan Illich porque, en realidad, a donde quería llegar es a decir que el Congreso de Teología ha perdido la ocasión de organizar una gran fiesta y celebrar su desaparición.

Del 21 al 27 de septiembre de 1981, un grupo de teólogos –a la cabeza Julio Lois- y de comunidades de base convocaron el Congreso de Teología y Pobreza. Se anticipaban así a la visita de Juan Pablo II a España, prevista para octubre. Entre los ponentes estaban, entre otros, José Ignacio González Faus, José María Díez Alegría, José Antonio Gimbernat, Rafael Aguirre, Jon Sobrino y Pedro Altares.

El éxito del Congreso sorprendió a todos, de manera que se decidió seguir convocándolo anualmente, bajo el título de Congreso de Teología, pronto gestionado por la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Siempre mal visto por los obispos, que sacaron alguna nota en su contra, fue deambulando por diversos lugares –alguno prohibido por la jerarquía después de concertado– hasta llegar al salón de actos de Comisiones Obreras.

A lo largo de 41 años pasaron por él todos los teólogos importantes españoles (Díez Alegría, González Faus, Castillo, Jon Sobrino y una larga lista) así como Gustavo Gutiérrez, Hans Küng o Fernando Cardenal. En cambio, salvo Javier Osés, Alberto Iniesta y Ramón Buxarrais, pese a la parábola de la oveja perdida, los obispos brillaron siempre por su ausencia.

En los primeros años la asistencia fue considerable: por ejemplo, dos mil personas en el IX Congreso.

Hay que decir que, pese a su título, nunca se trató de congresos en sentido estricto. No eran encuentros de especialistas reunidos para debatir un tema determinado, sino de católicos que asistían a ponencias y testimonios, pudiendo tener después una breve intervención, sin que hubiera espacio para la controversia. En realidad, era una reunión de católicos progresistas que una vez al año se encontraban, reflexionaban y celebraban (en los comienzos la reconciliación y la eucaristía, luego solo la segunda, con una colecta solidaria que a veces llegó a los tres millones de pesetas).

En una crónica publicada en su día en Alandar, el autor decía que los Congresos tenían tres enemigos: el calor, el entusiasmo y la prensa. Ciertamente, en algunas convocatorias y en algunos lugares de encuentro el calor fue insoportable (hasta que se llegó al salón de Comisiones). Sin duda la prensa de derechas tiraba a matar. El País, por su parte, bajo la pluma de Juan G. Bedoya, siempre afirmaba que se habían reunido 800 o 900 teólogos (sic) y no destacaba sino las eventuales críticas a la jerarquía. Finalmente, el entusiasmo. Sobre todo en las primeras convocatorias había un tono emocional que no toleraba ninguna intervención en contra de la tónica dominante y, si se producía, era recibida con apasionados abucheos y descalificaciones.

Lo cierto es que, pese a su tono monocolor, los Congresos de Teología supusieron un punto de referencia anual para muchos católicos y una voz en una sociedad en la que hay pocas voces significativas. Sin embargo, puesto que no lograron enganchar a los jóvenes, la audiencia fue disminuyendo y envejeciendo progresivamente. Cada año yo pensaba que era el momento de celebrar la gran fiesta de clausura.

Este año la convocatoria ha sido digital. Para mí es el signo del cierre de los Congresos como tales. Desde ahora se podrá asistir por Internet a las charlas de septiembre. Sigo echando de menos la gran fiesta final.

Carlos F. Barberá
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