Hace años cubría yo una página de la revista de Cáritas titulada Testigos de la Caridad. Procuraba llevar allí las vidas de “santos” no canonizados, de personas poco conocidas. Verdaderamente, aquellas historias me fascinaban de tal modo que, al agruparlas en un libro, me hubiera gustado utilizar el título de un clásico de la teología alemana: Las maravillas de la gracia divina. Al final recurrí a San Juan de la Cruz y lo titulé La fuente que mana y corre, hoy ya agotado. Más tarde relaté en mi columna de Alandar la historia de Giorgio La Pira, el alcalde de Florencia, desconocido para muchos.
Siempre me han gustado las vidas de esos santos, de esas personas normales que han hecho, sin embargo, cosas maravillosas. Así pues, en este tiempo de Pascua decidí contar una de ellas.
Pensé primero en Marthe Robin, la hija de unos campesinos franceses, que vivió en los primeros ochenta años del siglo pasado. A los veintiún años, sufrió una enfermedad que hasta la muerte la tuvo inmovilizada en su cama; sin embargo, recibió la visita de miles y miles de personas a las que daba consejo, consuelo, aliento y desde allí impulsó los foyers de la charité, casas de retiro, de meditación y de encuentro repartidos por todo el mundo.
Al final, me decidí por la figura de Jean Vanier, fallecido hace justamente tres años. Canadiense, hijo de un diplomático y militar condecorado, pasó su infancia entre Inglaterra, Canadá y Francia. Ingresó en la marina inglesa. A los 22 años la abandonó y dedicó los diez años siguientes al estudio de la filosofía y la teología. De esos diez años, compartió seis en una comunidad cristiana, vivió en La Trapa y en Fátima; obtuvo el doctorado en teología y comenzó a dar clases en el Colegio Saint Michel, de la Universidad de Toronto.
En 1963, estando en París visitó una casa en la que se acogía a una treintena de hombres disminuidos psíquicos. Este encuentro decidió su destino. Al año siguiente, compró una vieja casa en ruinas en un pueblo cercano a París, la rehabilitó y la inauguró bautizándola con el nombre de El Arca. Se trasladó allí y comenzó a vivir con dos adultos sin hogar aquejados de una enfermedad mental, en la primera de las comunidades de El Arca. Actualmente, hay más de 130, en las que conviven personas sanas con disminuidos mentales. “Amar a alguien es mostrarle su belleza, su valor y su importancia”, decía Jean Vanier. Era el resumen de su pensamiento y de su actividad.
Constituidas en federación, en 1981 Vanier dejó de gestionar las comunidades y vivió hasta su muerte en uno de los hogares, dedicando tiempo también a visitar y animar a las comunidades de El Arca en varios países.
Hasta aquí había llegado con el relato de su vida cuando descubro que, en 2020, en el periódico La Croix se ha publicado el resultado de una investigación según la cual, en los años 70, Jean Vanier había abusado sexualmente de seis mujeres (adultas, no deficientes mentales) en el marco de su acompañamiento espiritual.
No es necesario que explique mi disgusto, mi desazón. El “santo vivo” canadiense resultaba tener los pies de barro. Pensé en archivar mi artículo pero opté por no hacerlo, siguiendo el camino de El Arca que hizo pública su investigación enfrentando el posible desprestigio de la institución.
¿La obra de su vida quedará borrada por sus desviaciones sexuales? Los obispos canadienses dijeron al conocer el caso: “la imagen de Vanier ha quedado empañada para siempre, aunque la obra que puso en marcha guarda su pertinencia y nuestro aprecio”.
Sabemos que somos vasijas de barro, pero en este tiempo reciente hemos aprendido algo sobre los abusos: los delitos son delitos y la protección de las víctimas exige denunciarlos. Y, como explica Paula Merelo en Adultos vulnerados en la Iglesia en las páginas de Alandar, la reverencia hacia figuras de autoridad espiritual puede facilitar los abusos y su posterior ocultamiento.