“Hemos de colaborar con las otras confesiones cristianas y con todos los hombres de buena voluntad que estén empeñados en una paz auténtica, enraizada en la justicia y el amor”
(“Mensaje a los pueblos de América Latina”, II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano)
Según una reciente encuesta (WIN/Gallup International, 2015), Colombia es, junto con Perú, el país más religioso de América Latina. Un país mayoritariamente católico, como ha sido siempre desde la “conquista” hasta hoy, y que tiene una declaración cristiana en su himno nacional. Pero Colombia ha sido en toda su historia un país profundamente marcado por la violencia. Y, lo que es peor, una violencia en la que ha estado presente de una forma u otra la religión cristiana. Así lo reconoce un teólogo colombiano:
“La nación colombiana siempre ha vivido en situación de conflicto desde el comienzo mismo de la colonia. Y no siempre se han resuelto los conflictos de manera pacífica, sino que generalmente se ha recurrido a la guerra… Dentro de ésta, el aspecto religioso jugó un papel importante… No se puede decir que la religión era la única causa de los conflictos, pero sí es fundamental entender el papel de los símbolos religiosos para motivar y explicar casi todas las guerras del siglo XIX” (Carlos Arboleda, Guerra y religión en Colombia, Medellín 2006).
Ciertamente, la violencia no es propia de la experiencia religiosa sino, más bien, intrínseca al ser humano. Por el contrario, en su raíz, “aquello que generalmente se llama religión tiene que ver con la bondad”, como dijo Paul Ricoeur. Sin embargo, demasiadas veces, las religiones han sido infieles a sus principios y se han hecho demoníacas: en lugar de ser fuente de armonía, unión, concordia y paz entre los humanos y con toda la creación, han sido muchas veces fuente de enfrentamientos, conflicto y violencia.

Esto también ha sucedido en Colombia, donde la complejidad del conflicto que vive exige espacios amplios de diálogo y educación para la paz desde el trabajo ecuménico e interreligioso; espacios que puedan dar un aporte a la reconstrucción de un país que ha estado más de cincuenta años sumido en una guerra fratricida. Y, anteriormente, en guerras civiles contantes, en las que la religión tuvo mucho que ver. Sobre todo en el s. XIX, después de la independencia, por el choque de “dos formas ideológicas, que son como dos paradigmas”, como recuerda Arboleda: la cultura de la cristiandad y la cultura de la modernidad, simbolizadas respectivamente por el reaccionario Syllabus de Pío IX y la liberal Constitución de Rionegro. Estas banderas llegaron al campo de batalla, hasta el punto de que los católicos nombraron a Jesús Nazareno “generalísimo de los ejércitos legitimistas”; cargado con la cruz pero con chatarreras de general, como vi espantado en una iglesia de Bogotá. En la Iglesia católica había una exclusión total de los evangélicos, no solo en el terreno religioso, sino también en el educativo, cultural e incluso médico. En iglesias y escuelas se cantaba en los años 50 del siglo XX: “Fuera, fuera protestantes/ fuera de nuestra nación/, que queremos ser amantes/ del Sagrado Corazón” y los obispos pedían la formación de “comités antiprotestantes” que lucharan contra ellos.
Las cosas han cambiado, afortunadamente, de modo radical en los últimos años, gracias al Vaticano II. De los antiguos enfrentamientos se ha pasado a una realidad actual en la que se multiplican encuentros ecuménicos e interreligiosos. He tenido ya muchas ocasiones de participar en ellos a lo largo del año y medio que llevo viviendo en Colombia. A pesar de que la jerarquía eclesiástica colombiana fue de las más reacias en aplicar las conclusiones ecuménicas e interreligiosas del Concilio a la vida de la Iglesia y su relación con las otras confesiones y sería la menos implicada en la reforma de la Iglesia latinoamericana, que propuso de forma valiente y comprometida la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, reunida precisamente el año 1968 en una ciudad colombiana: Medellín.
El Concilio en el ámbito eclesial y la Constitución de l991 en el ámbito legal suponen una nueva posición sobre la libertad religiosa y el reconocimiento de la libertad de cultos en Colombia. La Constitución de l991 no coloca ninguna confesión como la oficial del país colombiano. Mientras el Concordato de 1887 entre Iglesia Católica-Estado Colombiano decía que “la religión de Colombia es la Católica Apostólica Romana”, ahora se da libertad de religión y de cultos. Esto supuso, además del crecimiento de las Iglesias protestantes históricas y nuevas, que los musulmanes comenzaran a establecer centros religiosos en los años 70 (Maicao, Buenaventura, Barranquilla, Cartagena, Bogotá…) y que budistas e hinduistas iniciaran comunidades en el país.
La realidad multiconfesional y multirreligiosa de la Colombia actual no permite la reducción católica, por más que siga siendo ésta la religión mayoritaria de los colombianos (80%). Hay más de seis mil iglesias cristianas, entre las históricas (luteranos, anglicanos, presbiterianos, ortodoxos, bautistas, menonitas, etc.) y nuevas (sobre todo neopentecostales), junto con minorías no cristianas (islam, judaísmo, budismo e hinduismo, ba’hai, religiones indígenas, etc.) y espiritualidades emergentes.
En los últimos años se han creado numerosos espacios de encuentro ecuménico e, incluso, interreligioso, promovidos desde instancias oficiales y particulares, sobre todo en Bogotá y Medellín: Semana de oración por la unidad, Semana bíblica ecuménica, Colectivo ecuménico de biblistas (CEDEBI), Red euménica de iglesias y organizaciones cristianas de Colombia, etc. Yo mismo he participado en encuentros organizados por universidades católicas, originales convocatorias como la “Cena de Abraham” con las religiones monoteístas y otros encuentros de teólogos ecuménicos, de ecoteología, de mesas interreligiosas por la paz, etc. En ellas ha quedado patente la actitud de diálogo y el compromiso por la paz. Aunque el recelo y la desconfianza mutua de algunas confesiones hacen, a veces, muy difíciles los esfuerzos de acercamiento. Por tanto, en el futuro se tratará de afianzar esa herencia de ecumenismo, diálogo interreligioso, reconciliación y paz que se ha ido dando e integrarla con nuevas iniciativas. Para un auténtico establecimiento de la paz en la sociedad colombiana será imprescindible la participación de las diferentes denominaciones religiosas en la toma de decisiones públicas, en conjunto con otros actores sociales que trabajan por la paz en espacios educativos, políticos y económicos.