Es la experiencia cotidiana de millones de personas. Una experiencia a la que se ven abocados, empujados irremediablemente. Es un futuro sin escapatoria que deben afrontar y ante el cual las fuerzas y la esperanza se ven menguadas. Es la experiencia de ver cómo se les arrebata la palabra, las posibilidades, los recursos, lo elemental, la dignidad, la vida.
Sometidos a un destino fatal, sin valedores que salgan en su defensa, simples actores de una historia que no eligieron pero que se ven obligados a representar. Lo sabemos, su destino fatal es meditado perversamente en los centros de poder, por aquellos que siguen creyendo que es mejor que mueran unos pocos a que todo el sistema se venga abajo. Los de siempre vuelven a ganar. Los de siempre vuelven a perder.
Sin embargo, desde aquella mañana luminosa en que unas mujeres descubrieron la tumba vacía del Señor, supieron que la muerte que engendra nuestro egoísmo y nuestra avaricia ya no tiene la última palabra.
Fue entonces cuando descubrieron gozosamente que la última palabra ya no se pronuncia en los Palacios de Herodes ni en las Casas de Caifás ni en los Pretorios de Pilatos. La última y definitiva palabra la pronuncia el Padre en los morideros de este mundo.
Fue entonces cuando descubrieron que, por fin, cayeron avergonzadas las miradas cínicas, cesaron las risotadas humillantes, se detuvieron las manos violentas, se frustraron los planes diabólicos, se arruinaron los mercados financieros, se hundieron los especuladores que juegan con la vida, la dignidad y el futuro de los hijos de Dios.
[quote_right]Lo sabemos, su destino fatal es meditado perversamente en los centros de poder
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Desde aquella mañana reconocieron lo que Jesús ya les había dicho: que su presencia resucitada sería, en medio de ellos, pan que fortalece y pone en pie, regalo desmedido y desproporcionado de la vida que es él mismo, comunión con su destino definitivo. Fue entonces cuando un grito de victoria invadió toda la tierra, alcanzando todo y a todos, penetrando cualquier resquicio de esperanza y dignidad.
Había llegado la hora en que el pecado, el egoísmo, la codicia, la avaricia ya no tienen poder sobre nosotros y nosotras. Seguimos experimentando su zarpazo pero ya no tiene poder sobre nosotros.
No les pertenecemos. Te pertenecemos a ti, Señor, y a tu cuerpo entregado, a tu sangre derramada. Tú mismo nos lo dijiste: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”.
Tu cuerpo sigue siendo entregado. Tu sangre sigue siendo derramada en tantos hermanos y hermanas nuestros y sentimos vergüenza por nuestra desidia, por nuestra indiferencia, por nuestras miradas hacia otro lugar, por nuestra falta de compromiso en pequeñas o grandes acciones que alivien tanta hambre y tanta sed.
Concédenos poder descubrir que al comulgar con tu cuerpo y con tu sangre estamos comulgando con el destino de tantos hermanos nuestros.
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