
Ilustración Pepe Montalvá
A lo largo de la Pascua hemos sido testigos de esa primera comunidad cristiana empeñada en proclamar a los cuatro vientos lo que las mujeres anunciaron aquella primera mañana. Fue abrir la boca y empezar a resultar incómodos. “Habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza” les dijeron prohibiéndoles hablar “en nombre de ése”. Y en Antioquia de Pisidia, unas “señoras distinguidas y devotas” se molestaron hasta lo indecible con la predicación de Pablo y Bernabé, provocando una persecución que no paró hasta que los expulsaron del territorio. Empezaban así a “llevar en su cuerpo las marcas de Jesús” (Gal. 6:17), cargando con el sanbenito de ser unos impertinentes, como lo fue Jesús.
Un impertinente que vino a alterar la paz de este mundo ya desde el mismo momento de su nacimiento cuyo anuncio sobresaltó a “Herodes y a toda la ciudad” (Mt 2:3). A partir de entonces todo fue, por parte de los garantes del orden establecido, una retahíla de reacciones desencadenadas.
Un impertinente empeñado en trastocar las cosas y, sobre todo, los corazones. Forzando los límites de lo asumible, anunció la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, puso en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4:19) Y todo ello lo hizo palabra y gesto tan concreto que fue amonestado, rechazado, insultado, perseguido, acusado, torturado y ejecutado. Imposible que Dios estuviera de su parte. Nadie en su sano juicio lo podría creer. Sólo los desesperados y desquiciados le darían crédito con tal de agarrarse a un clavo ardiendo. Pero sí, Dios estaba de su parte: “vosotros lo crucificasteis pero Dios lo resucitó”.
Un impertinente empecinado en hablar de Dios de tal modo que resultó blasfemo, insultante. Logró ofender a la gente de bien al recriminarles su dureza de corazón, su hipocresía, su desfachatez. Pero también logró devolver la alegría a la casa de Israel, esa alegría que el mundo no sabe dar, esa alegría que nada ni nadie robará. Logró devolver la certeza de que, pase lo que pase en nuestra vidas, Dios no nos da con la puerta en las narices.
Y llegó el Espíritu y aquella primera comunidad fue lanzada a la plaza pública, más allá de todo encerramiento sea por miedo, cobardía o comodidad. Y fue el Espíritu quien les puso palabras impertinentes en su boca que, como las de Jesús, incomodaron y molestaron. No sólo sus palabras, su misma vida fue una impertinencia y, por ello, causa de alivio para muchos.
Pentecostés los puso en pie y los movilizó y ese vendaval sigue agitando vidas impertinentes que molestarán a unos y aliviarán a otros. Necesitamos de esa impertinencia evangélica que vaya haciendo realidad el cielo nuevo y la tierra nueva, porque el primer mundo ha pasado.