
El futbolista era (es) la estrella de su equipo. Es joven, guapo, mete goles y le han condecorado repetidas veces con el balón de oro, la bota de platino y hasta el calzón de plata. Ha ganado y hecho ganar a su equipo todas las ligas, champions y torneos habidos y por haber. Es la imagen del equipo y de un sinfín de marcas deportivas. Tiene contratos multimillonarios por prestar su cara y su cuerpo para que le hagan fotos, vista su ropa, calce sus zapatillas, lleve sus calzoncillos o se toque con su gorra. No da un paso gratis. Cada pisada suya, cada chute a portería, cada pase de balón está medido y tasado en euros. Es un ídolo de masas que sale en las revistas del cuore y se le rifan para fiestas y saraos (previo paso por caja).
Pero al futbolista parece que se le olvidó un detalle: pagar a esa Hacienda que se dice que somos todxs un pequeño porcentaje de sus ganancias. La deuda con el fisco alcanzaría, según algunas fuentes, los catorce millones de euros (la multa podría ascender a 30). Una ridiculez frente a sus ganancias, una barbaridad para según quiénes. Da igual: el caso es que no declaró ni pagó presuntamente, él dice ser inocente, sus impuestos. Ahora le han pillado. Y se ha enfadado mucho. Y ha dicho que si el club al que tantos goles, ligas, campeonatos y contratos ha hecho ganar no se hace cargo de su deuda, él se irá. Y los aficionados y la prensa deportiva han comenzado en las redes sociales una campaña para evitar su huida. Y se recogen firmas y se masca la tragedia si la temporada que viene no juega en el equipo… y al final el (presunto) defraudador es visto como la pobre víctima perseguida y acosada por esos hombrecillos grises y sin sentimientos que trabajan como inspectores y por el presidente del club que, si bien al menos en los medios al uso dice creer en la inocencia del astro, sin embargo se niega a pagar en su nombre, como el futbolista pretende. Y la estrella dice estar “triste y dolida” porque el club más rival, el de la otra ciudad, sí se hizo cargo en su momento de la deuda de sus figuras (en este caso dos). Se le cae la lágrima y dice estar triste pero también dice que su sonrisa y su permanencia en el club tiene un precio: los 30 + 14 millones que le reclama el fisco caso de probarse su culpabilidad. Hace unos años, cuando tocaba negociar su renovación, también estuvo depre y triste y marcó menos goles de lo habitual. Hasta que alguien sugirió a la afición de su club que coreara su nombre en las gradas –motivo oficial de la tristeza- y tras eso y la sustanciosa subida de su caché, la sonrisa volvió a los labios del enfurruñado y enrrabietado, cual consentido crío, futbolista.
Más allá de este caso, el fondo del tema es preocupante. Parece que todo (o casi) se puede perdonar si eres una estrella de los medios y el deporte. ¿Qué defraudas a Hacienda?, ¡no pasa nada!, al menos las tardes de los domingos das alegrías a la afición que te jalea (panes et circus que decía aquel) y que ha tornado en víctima al (presunto) delincuente y que ve cómo la mala de la película pone en peligro la continuidad del espectáculo, entristece al ídolo, le hace desviar su atención de lo que verdaderamente importa: meter goles. Lo desconcentra. Cuando estas estrellas tienen un problema, lloran, chillan, berrean, montan una pataleta para que alguien les resuelva el asunto. No asumen la responsabilidad ni la culpabilidad, que siempre es de los demás. Y en el imaginario colectivo que se enardece las tardes de partido va sembrándose y creciendo la misma idea: Hacienda tiene la culpa de que nuestra estrella abandone el campo, no rinda, no nos proporcione motivos para festejar y jalear. Hacienda es mala porque pretende cobrarle a él, a nuestro ídolo, a toda una figura. Hacienda pone en peligro la próxima liga, la próxima champions, la próxima victoria.