Se cumplen en estas semanas 20 años del terrible genocidio ocurrido en Ruanda. Es muy difícil hacer un análisis del horror vivido sin pensar que el mal estaba instalado en el corazón de cientos de miles de personas, sea por el odio, por el miedo… Y es imposible comparar aquel genocidio con otras situaciones, pero hay mucho que aprender para el país más joven del planeta, Sudán del Sur, que se desangra en estas semanas.
Las matanzas de 800.000 personas en apenas cien días, con extrema crueldad y planificación de una parte de la población hacia otra ocurridas en Ruanda, no pueden esconderse detrás del penoso papel que jugó la comunidad internacional, con un destacado rol de Francia y la desesperante inacción de las Naciones Unidas en la protección de la población civil una vez iniciadas las matanzas.
Solo el ejemplo de algunas personas, que ocultaron y protegieron a parte de la población perseguida, poniendo en riesgo sus vidas en medio de una oleada de odio y violencia, preservaron a la humanidad en medio del desastre. Igual que nos recordaba la lista de Schindler durante el nazismo. El resto fue el horror absoluto. Desde la incitación al odio, la llegada masiva de armas al país, la presencia de Francia defendiendo sus intereses por encima de los derechos humanos o la inacción de la comunidad internacional en su conjunto. Pero, ante todo, la responsabilidad fue de los cientos de miles de personas que se convirtieron en asesinas y de los líderes que las instigaron.
Hoy vivimos una situación crítica en un país recién nacido, Sudán del Sur. Cientos de miles de personas han huido del país, hay más de diez mil personas asesinadas en medio de lo que puede derivar en una guerra civil generalizada y decenas de miles de personas protegen sus vidas en bases de Naciones Unidas, aterrorizadas porque el hecho de pertenecer a una etnia determinada puede suponerles la muerte inmediata –se han registrado ataques a esas bases para tratar de asesinar a esas personas refugiadas. La responsabilidad directa de esa situación está en los gobernantes de su país –el actual y el que fuera su número dos, hoy líder rebelde, pertenecientes a etnias diferentes- que han utilizado viejos conflictos étnicos para conseguir adhesiones a sus aspiraciones de poder.
La emergencia es tan grave que es fundamental que llegue la ayuda humanitaria y, sobre todo, que se produzca una operación amplia de mantenimiento de la paz por parte de poderes africanos –como la Unión Africana- e internacionales –como las Naciones Unidas. Frenar las oleadas de terror y de odio debiera ser responsabilidad de quienes, precisamente, están instigando esta guerra civil larvada: los presuntos líderes, más preocupados por su poder que por la vida de su pueblo. Ante su inacción, pasa a ser tarea de la comunidad internacional proteger a los civiles, evitar las matanzas y buscar un escenario futuro de paz. Evitar el genocidio, lo que no se hizo en Ruanda.
Hutus y tutsis ayer en Ruanda, dinka y nuer hoy en Sudán del Sur. Miles de vidas truncadas, otra vez. Impotencia en las ONG que asisten a una creciente oleada de violencia pero solo pueden paliar el sufrimiento, proteger con sus vidas en riesgo a personas que han pasado repentinamente a estar señaladas y a perderlo todo.
Las ONG internacionales han denunciado los salvajes ataques vividos y reclaman mayor fuerza y protección a la Comunidad Internacional, que debe responder con rapidez y contundencia. Es fundamental evitar que la escala del drama crezca más todavía y se pueda caer en la barbarie total, como ocurrió hace 20 años.
La tragedia de África, ese pecado de Europa, como la describió Luis de Sebastián, ya ha sido suficiente. Esclavitud, expolio de sus recursos naturales, segregación racial… La ayuda externa para pasar de la desesperación a la esperanza -y para desterrar la barbarie- es ahora fundamental.
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