Estamos estos días discutiendo en el colegio (público) de mi hijo mayor acerca del horario escolar (permanecer con la jornada partida o pasar al horario continuado). Como madre novata en estas lides, ignoraba que se trata de uno de los asuntos que más puede dinamitar la buena convivencia entre la “comunidad educativa”. Obviamente hay discusiones y preocupaciones más o menos fundadas (que hablan del mejor o peor rendimiento escolar, del cansancio de los niños, del coste del comedor en tiempos de crisis…) pero, en mi opinión, buena parte de los argumentos acaban (o empiezan) en una cuestión de mera confianza: los padres desconfían de los profesores y asumen que las bondades de la jornada continua son una mera excusa de éstos para salir una hora antes. Los profes, por su parte, a menudo consideran que los padres se resisten porque no quieren tener a los hijos en casa antes de tiempo y desconfían de sus legítimas preocupaciones acerca de lo que puede implicar el cambio. Y ambas partes, por supuesto, asumen que el único interés de la administración es ahorrar costes, qué les voy a contar sobre la confianza en las instituciones en estos tiempos que corren.
Algo parecido me ocurrió cuando estaba embarazada (también de mi hijo mayor, en el segundo embarazo ya no tienes tiempo para ese tipo de cosas). Me dediqué a meterme en todos los foros posibles sobre embarazo y cuidado de los hijos, muchos de ellos -por supuesto- contradictorios. Los partidarios de las terapias “naturales” consideran que toda pauta de la medicina “ordinaria” está pensada para que obtengan beneficio las farmacéuticas o comodidad los médicos. Y no solo desaconsejan, sino que a menudo demonizan cualquier tipo de conducta “sospechosa”, de modo que acabas sintiéndote una madre terrible por llevar a tu bebé en un carrito, privándole de por vida del sentimiento básico de seguridad que proporciona un alternativo foulard. Y, por supuesto, también a la inversa, buena parte de los profesionales “tradicionales” consideran a los padres que buscan métodos alternativos o naturales poco menos que delincuentes que maltratan a sus hijos por puro esnobismo. Ojo, que no pretendo defender ni una ni otra postura y hay extremos insanos en todas partes.
En todo esto pensaba la semana pasada cuando acudí a una reunión (nocturna, por supuesto, las horas hábiles no dan para estas cosas) de preparación del Congreso de Lactancia Materna que estará teniendo lugar en Madrid justo cuando estas páginas vean la luz. Estará reuniendo a una decena larga de profesionales (casi todas mujeres, debo decir) que dedican las horas que no tienen a impulsar mejoras en sus hospitales y centros de salud para apoyar a las madres en su experiencia de maternidad. Nada de demonizar ni de presionar, solo informar y acompañar. Y allí estaban ellas, repartiéndose tareas como ir a recoger ponentes al aeropuerto, organizar las colas en la entrega de los auriculares para la traducción simultánea o pasar las transparencias en las presentaciones. Ni que decir tiene que se trata de un trabajo totalmente voluntario o, peor aún, gravoso para quienes tienen que pedir días de sus vacaciones y pagar costes varios asociados con su compromiso.
Y es en ese momento en el que me doy cuenta de que no hay recorte que pueda con ellos. Mientras existan profesores que se desvelan por la noche buscando materiales nuevos para ilusionar a sus alumnos; mientras existan matronas dedicando horas que no tienen a pensar en cómo apoyar mejor a las madres lactantes, yo mantendré la confianza. En la educación y la sanidad públicas, pero sobre todo en ellas y ellos como profesionales. Porque podrán equivocarse, como todos, pero necesito confiar en ellos para dejar en sus manos lo que, sin duda alguna, más valoro. Y, además, porque desconfiando de todo y de todos, se vive en la amargura permanente. Y eso no es bueno, ni para el estómago ni para la vida