¿Fin del sueño europeo?

Hace tiempo que es difícil pensar en la Unión Europea como un sueño, como una utopía, pero lo cierto es que esos eran elementos fundamentales que dieron lugar a un proyecto político único. Renuncia progresiva a la soberanía nacional en ámbitos políticos, sociales y económicos; establecimiento de amplios fondos de cohesión para compensar la desigualdad de ingreso y aumentar las oportunidades en las regiones más pobres, defensa de la diversidad, promoción de la solidaridad y los derechos humanos en el mundo… Y algún que otro pequeño milagro: el libre movimiento de personas en el interior de la Unión Europea, la mayor dilución de fronteras que haya decidido un cuerpo político en la historia de la humanidad.
Hay muchas más cosas, no todas luminosas o ilustradas, pero esos han sido durante décadas los elementos fundamentales de la Unión Europea.

Hoy vemos cómo cada día se erosionan varios de esos pilares básicos. Se imponen con fuerza las voces que, en numerosos países piden anteponer el interés nacional o propio al común, compartido. En países centrales –Francia, Holanda, Reino Unido– o en países de reciente ingreso –Polonia o Hungría– triunfan partidos de extrema derecha, xenófobos y/o antieuropeos. Y los partidos conservadores o socialdemócratas parecen verse arrastrados por esa pendiente, sin respuestas o propuestas claras. Mientras, los países más prósperos, como Alemania o Finlandia, plantean restricciones a la ayuda a otras economías maltrechas de la región. Las elecciones europeas serán un termómetro para medir la gravedad de ese camino, pero la deriva contra el “espíritu europeo” es una realidad.

Por otro lado, la voz europea se debilita en materia de derechos humanos, mediación en los conflictos o acción humanitaria, dejando a un lado otros de los valores fundamentales de los que podemos, todavía, sentirnos orgullosos.

Tal vez la señal más clara de retroceso se ve en la libertad de circulación de personas y en el tratamiento a la inmigración. Es cada vez más frecuente tener que pasar fronteras físicas con control de documentación al interior de la Unión Europea. Hace poco hemos sabido que Bélgica está expulsando a ciudadanos españoles y de otros países que se resisten a marcharse cuando pierden el empleo, mientras que otros países, de manera más o menos visible, hacen cosas parecidas con impunidad. Son, todas, señales de que se cree menos en un proyecto común, de derechos y oportunidades para todos. El freno al movimiento de personas es una pésima señal del deterioro del concepto mismo de Europa.

Mención aparte merece la inmigración. Las muertes en el mar al sur de Italia o de España son una de las grandes vergüenzas de nuestra era –y solo el alcalde de Lampedusa y el papa Francisco han acertado a llamarlas por su nombre. Y esa inhumanidad de pactar con los países fronterizos que ellos hagan el trabajo sucio con los inmigrantes más pobres que llegan del África subsahariana ya es moneda común.

Hemos visto con horror disparar pelotas de goma al agua o al aire a personas desesperadas que trataban de llegar a nado a Ceuta. Un acto de crueldad e inhumanidad tan despreciable que el debate político en torno al tema resulta vacuo. Esas 15 muertes nos han sacudido y deben sacudirnos de encima el conformismo con una España y una Europa acomodadas y que están perdiendo cada día su utopía.

Y Europa sin esa utopía de paz, igualdad y derechos no tiene sentido. Sus instituciones se han burocratizado, la ciudadanía las percibe como poderes ajenos y los estados miembros parecen enfangados en un sálvese quien pueda. Si al final el único vínculo es el interés económico –con todas las dudas que nos genera– el viejo sueño estará tocando a su fin. Y necesitamos que la política, en algún lugar y con potencia, reivindique la utopía. Miramos al sur, pero aún no lo vemos.

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