Aquel viejo eslogan destinado a atraer el turismo del norte de Europa hacia un país diferente, más jovial, alegre, soleado, informal… vuelve a resonarme en los oídos en estas semanas en que vemos cómo la realidad española va dando nuevas señales de su singularidad.
No es que crea que la diferencia o la especificidad sean algo negativo o algo que nos empobrece. Más bien al contrario, creo que las aportaciones singulares de cada pueblo, cultura, región deben componer de forma natural un mosaico, contribuir a construir socialmente proyectos de mayor amplitud y alcance. Y creo que la apertura a aprender de los demás sin considerar los valores, formas de hacer o creencias propias como las mejores es esencial en el mundo actual.
Por eso, los acuerdos internacionales sobre aspectos consolidados comunes en diferentes esferas son importantes: hay un aprendizaje común, generosidad y concesiones en términos de visión y de cultura para buscar mejoras colectivas. Eso es algo que ocurre en ámbitos como los derechos humanos, la sostenibilidad ambiental y la lucha contra el cambio climático, los derechos sociales a la salud y la educación o la lucha contra el hambre.
Y es precisamente en esferas como esas donde España se ha significado dentro del grupo de países al que pertenece de forma natural, los países europeos, en los últimos tiempos. Desde 2011 España se convirtió en un país líder mundial en los recortes de la ayuda al desarrollo: hoy somos el país que ha recortado la ayuda -precisamente en materia de salud, educación, alimentación, cobertura de los derechos humanos o sostenibilidad ambiental- al desarrollo. Nos apartamos del camino y expresamos una sensibilidad muy baja hacia esos acuerdos internacionales por el bien común. Nuestra situación económica interna es mala, pero no se justifican reducciones acumuladas superiores al 70% en la ayuda con una caída acumulada de nuestra riqueza que no ha alcanzado el 10% en el período.
Capítulo aparte merecen los cambios en materia de educación. La decisión final del Gobierno de eliminar la educación para la ciudadanía y los derechos humanos del currículo y, más aún, la erradicación de la idea de una ciudadanía consciente, crítica y activa de todo el modelo para orientarse a la dimensión económica de las personas es un giro radical en la dirección equivocada, que nos aleja de un camino apenas iniciado más formalmente. Durante décadas, profesores y grupos primero, ONG después, han animado e impulsado esa educación en valores, pero el paso a la educación para una ciudadanía global integrada en el currículo ha sido un momento muy significativo. Su eliminación constituye el peor de los ejemplos de ese Spain is different que nos gustaría olvidar.
Más de 50 organizaciones sociales –del ámbito educativo, asociaciones de padres y madres, de alumnos y ONG de desarrollo o especializadas en derechos humanos- han impulsado un memorándum dirigido al Consejo de Europa para poner en su conocimiento este grave retroceso, que constituye un incumplimiento de compromisos existentes y adoptados desde hace más de una década, también con el Partido Popular en el Gobierno. Esas organizaciones, expresión de esa ciudadanía activa crítica tan importante en la construcción de una sociedad mejor, buscan que haya una respuesta más allá de nuestras fronteras ante este grave empobrecimiento de nuestro modelo educativo. Será una batalla difícil, pero es imprescindible hacerla y ojalá desde Europa se inste al Gobierno español a reconsiderar durante su paso por el Parlamento la errónea decisión de eliminar la asignatura y de hacer desaparecer la idea de la construcción de ciudadanía en nuestro modelo educativo expresado en la futura ley.
En educación y en sensibilidad social y cooperación, evitemos el rancio Spain is different.