Hace ya casi dos décadas, Francis Fukuyama decretó que había llegado “el fin de la historia”. Los años, el planeta y, sobre todo, los seres humanos nos hemos encargado de demostrarle a aquel pseudo-profeta del capitalismo que quedaba larga historia por transcurrir. Las últimas semanas son buena prueba de ello: el terremoto en Japón, las revueltas en cascada en el Magreb y, muy especialmente, el conflicto libio confirman, una vez más, que al mundo le quedan muchas vueltas por dar.
Los acontecimientos nos han vuelto a demostrar nuestra fragilidad. Humanos y humanas, hechos todos de la misma pasta: el barro de la Tierra. Quienes parecen invencibles, amparados por la técnica, el poder y el capital, muestran una debilidad que no es sino el fruto de la codicia, de nuestro afán por consumir más energía, más petróleo, más recursos. No escuchamos las voces de personas que alertan sobre los peligros de nuestro modelo de consumo y nos echamos las manos a la cabeza cuando dicho modelo está en peligro. Sin gasolina para nuestros coches, sin electricidad para nuestros iPhones, nos sentimos indefensos y pataleamos. Y bombardeamos a los que antes apoyábamos.
Pero frágiles, como vasijas de arcilla, son también esas personas que luchan, trabajan y se comprometen día a día para acabar con estos modelos insostenibles. Lámparas de barro y aceite, como las del Evangelio, en las que se enciende una luz que parece pequeña –apenas una manifestación, un tuit, una recogida virtual de firmas, un apagón colectivo, una performance–, pero que se enciende y transforma. La solidaridad mutua y las redes entre los seres humanos hacen posible que salgamos adelante de terremotos y bombardeos.
En Egipto, en Japón, en Libia, en Gaza, en Ceuta o en Aluche, la historia muestra de forma patente nuestra debilidad cada día, pero también la fortaleza que nace de esa debilidad en muchas mujeres y hombres. Portadores de esperanza, como diría Roger de Taizé. Portadores de sueños, como lo llamaría la escritora nicaragüense Gioconda Belli. Portadores del mensaje del Reino, como predicó Jesús. Como ánforas de barro: frágiles pero capaces de alumbrar.
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