Las personas refugiadas, desplazadas y migrantes con demasiada frecuencia, no ven reconocidos sus derechos siendo, como son, titulares de los mismos por el mero hecho de ser personas.
Quienes se ven obligadas a abandonar sus hogares porque son víctimas de la violencia, de la discriminación y persecución, de la violación de sus derechos o sufren las consecuencias de desastres, si tienen que cruzar las fronteras de su país, las llamamos refugiadas. Si, en su huida forzada, permanecen en su propio país, las llamamos desplazadas.
Todas esas personas, actualmente más de cien millones, tienen un estatus, se diría que, incluso un reconocimiento, de víctimas y sus historias de vida que destilan sufrimiento y vulnerabilidad sin límites son tenidas en cuenta ¿cómo no?… además, quedan contabilizadas en las estadísticas que aparecen en los informes de diversos organismos.
Paralela a la realidad de las personas refugiadas y desplazadas nos encontramos la de las personas migrantes, distinta en muchos aspectos, porque si bien también son víctimas, encuentran, la mayoría de las veces, el rechazo de la sociedad que, supuestamente, debería acogerlas. Un rechazo propiciado y potenciado por la política del miedo hacia esa persona distinta por su procedencia, raza, cultura, religión… y por la sospecha infundada de su condición de delincuente o terrorista. Todo ello encuentra un terreno abonado en determinados ámbitos y a través de las redes sociales se potencia una distorsionada visión basada en la lotería del lugar de nacimiento.
Nos preguntamos qué distingue a una persona refugiada o desplazada de una persona clasificada como migrante. Si bien hay quien opina que la distinción radica en la supuesta “voluntariedad” de su desplazamiento, su propia realidad se obstina en demostrarnos que las personas migrantes, en la mayoría de los casos, se ven forzadas a migrar en busca de oportunidades para llevar una vida digna. Huyen de la nada porque nada tienen que les permita atisbar algún destello de esperanza.
Lo ocurrido el día de San Juan en la valla de Melilla nos obliga a denunciar y condenar no solo las consecuencias de la brutal violencia esgrimida contra migrantes, sino también a considerar las causas profundas que provocan tal barbarie. La Comisaria Europea de Interior ha manifestado sin ambages que los flujos migratorios no pueden resolverlos solamente los países directamente afectados, sino que se necesitan planteamientos a escala global. Sin ir más lejos, la gestión de los retos que plantean los flujos migratorios, por parte de la Unión Europea y de los países miembros, deja mucho que desear.
Es hora de exigir voluntad y responsabilidad política, expresadas de forma inequívoca en políticas migratorias decentes, para que se establezca un marco europeo en materia de asilo y migración desde el respeto escrupuloso de los derechos humanos, cuya titularidad, no lo olvidemos, ostentan también las personas migrantes por su dignidad de seres humanos.