Hablar de sinodalidad es hablar de mujeres

Vivimos un tiempo apasionante para la Iglesia católica. Un tiempo de oportunidad que hay que saber aprovechar. La convocatoria del Sínodo de la sinodalidad no es el principio sino la continuación de un proceso iniciado mucho antes, en el día a día de muchos cristianos y cristianas, cuya fe parece que el papa Francisco ha sabido escuchar. Pero este proceso no será posible si hombres y mujeres no caminan en plena igualdad en la Iglesia. Recogemos en este artículo un resumen del texto “Hablar de sinodalidad es hablar de mujeres” de Silvia Martínez Cano, que hace visibles las distintas dimensiones que este camino hacia la igualdad requiere.

Comparto la idea, con muchos otros cristianos y cristianas, de que lo que llevamos de siglo XXI nos está proporcionando un horizonte eclesial diferente, que puede sustentar, si sabemos aprovecharlo, una comunidad diferente para la Iglesia del futuro. A ello nos exhorta este nuevo término que estamos usando hoy con frecuencia que es la “sinodalidad”. En realidad, la palabra sinodalidad hace referencia a un concepto anterior, surgido en el Vaticano II y expresado con la metáfora “Pueblo de Dios”.

La Iglesia sinodal es la Iglesia Pueblo de Dios. Nos invita a caminar juntos e incide en la importancia de las relaciones entre los miembros de la comunidad. No se camina junto a otro cuando se camina dos pasos por detrás. No se camina junto a otra sin darle conversación unas veces y sin escucharla otras. No se camina junto a otra sin preguntar que camino tomar y llegar a un consenso. Caminar juntos tiene una serie de condiciones para que verdaderamente se cumpla ese «juntos». No vale de cualquier manera.

Debemos preguntarnos cuáles son las cuestiones teóricas y prácticas que afectan a la construcción de una Iglesia que se adapta a los signos de los tiempos. También debemos preguntarnos cuál es el papel que desempeñamos y las responsabilidades que nos atañe a cada uno y cada una de nosotras. Todos debemos asumir nuestra parte en la construcción de una Iglesia caminante, verdaderamente comunitaria y no autoritaria y excluyente.

La participación de las mujeres en igualdad de condiciones en la Iglesia es una cuestión estructural. Foto: Rawpixel en Shutterstock

Caminar juntos afecta directamente a la cuestión de las mujeres en la Iglesia. Es una problemática que depende en alto grado de las reformas que se quieran llevar a cabo. Pero no es una cuestión secundaria, como dicen algunos, que va después de hacer reformas y enfocar de nuevo la Iglesia hacia caminos evangélicos. Es una cuestión principal que debe ser tratada al ritmo de las demás reformas de la Iglesia Católica si se quiere que éstas tengan efectos eclesiales beneficiosos. La participación de las mujeres en igualdad de condiciones en la Iglesia católica es una cuestión estructural. No es suficiente hablar de modelos de circularidad o sinodalidad de forma genérica[1]. Es necesario ir a lo específico de las relaciones estructurales que conforman la Iglesia. Supone caminar al mismo paso, no detrás ni delante, y esto solo es posible si la cuestión de las mujeres se aborda al mismo tiempo que la reforma de la estructura, pues si se hace una reforma estructural donde no estén las mujeres, no servirá de nada.

Situarnos en el camino de la Sinodalidad es poner en práctica la colegialidad episcopal, pero también la corresponsabilidad eclesial. El trabajo ha de encaminarse hacia nuevas dinámicas específicas de las comunidades cristianas: quién tiene voz, quién participa, quién toma decisiones, cómo se toman esas decisiones. Este es el nivel local, que puede configurar una práctica diferente y más fecunda de nuestras relaciones comunitarias.

También se debe trabajar estas cuestiones en el nivel medio de las diócesis, tomando decisiones en las que hombres y mujeres estemos involucrados en la estructura eclesial de igual manera. Por último, el sínodo de los obispos debe seguir trabajando junto con Francisco en reformas profundas, para empujar y sostener los cambios en los otros dos niveles. Quizá se podrían pensar también otros niveles de participación, como sínodos no solo de obispos, sino sínodos donde participen y tengan voto los representantes de distintas instituciones católicas, dada la pluralidad actual de la Iglesia católica.

Para que estas reformas prosperen en “discipulado de iguales” existen temas que es imprescindible abordar como la vinculación del ministerio ordenado con el poder de gobierno de la Iglesia. Desacralizar el ministerio ordenado contribuiría a separar sacerdocio de poder y de liderazgo en la Iglesia, reconfigurando la figura del ministro arraigada en la comunidad (potestas ordinis) y no en la estructura de gobierno (potestas iurisdictionis)[2]. La fusión y confusión de estas dos realidades afecta a las mujeres directamente, pues no poseen ninguno de estos poderes y por tanto quedan excluidas del liderazgo de la Iglesia. Incluir en la potestas de la Iglesia a la mujeres podría contribuir a romper el clericalismo que mantiene unido el trinomio sacerdocio-poder-liderazgo.

Hasta ahora las mujeres han quedado excluidas del liderazgo en la Iglesia Católica. Foto: Muratat en Shutterstock

Otro de los aspectos que es necesario abordar es la presencia de las mujeres en los ministerios laicales y en el ministerio ordenado. La petición de las superioras generales de las congregaciones femeninas norteamericanas en 2016 y las reivindicaciones de la Asociación Católica Romana de Mujeres Sacerdotes (ARCWP) de ese mismo año ponen de manifiesto una sensibilidad del Pueblo de Dios hacia la revisión y reforma de los ministerios en profundidad, avanzando en ello con precaución pero con prisa dentro de las reformas actuales.

En tercer lugar, cabe señalar que la presencia y visibilización de las mujeres no debe centrarse solamente en incorporarlas de forma «testimonial» a algunos puestos de coordinación. No es suficiente ser «una entre muchos». No es suficiente cumplir con la «cuota mínima» de mujeres, sino que se deben dar pasos más allá para tender a un equilibro entre hombres y mujeres en los lugares de organización y decisión de la Iglesia. Esto resulta un proceso lento, pues existen muchas resistencias y, para hacerlo posible, debería ir acompañado de algunos protocolos o claves específicas oficiales que ayudaran y motivaran su cumplimiento.

Es ineludible también revisar la antropología cristiana a la luz de la palabra y de la Tradición, pero también a la luz de los signos de los tiempos que nos recuerdan que no podemos valorar la dignidad de las personas en términos reproductivos y corporales. Desde ahí habría que ampliar la mirada sobre la vocación desde criterios de identidad, talento y disponibilidad y no desde criterios de complementariedad corporalizada y reproductiva.

Hay que ampliar la mirada sobre la vocación. Foto: Fernando Torres

Asimismo es necesaria la creación y reforzamiento de canales de diálogo plurales, que ya existió en los primeros siglos, quizá con unas diferencias muy superiores a las nuestras. Está en nuestras manos generar y reivindicar mecanismos de encuentro y diálogo como los sínodos, los concilios, las decisiones asamblearias en las diócesis, asambleas en las parroquias, equipos de decisión, etc. La pluralidad eclesial es un rasgo propio y positivo de la iglesia, no un impedimento. Nos dota de gran creatividad para resolver los problemas eclesiales y sociales, pero también de una gran fuerza evangelizadora, mostrando una Iglesia atractiva y acogedora.

Este es, pues, un momento histórico, que nos llama a rezar juntos Padrenuestro (cfr. Mt 6,8-13) en la praxis interna de la Iglesia Católica. Desde esa experiencia de hermanamiento del cristianismo, mujeres y hombres somos compañeros de camino.

No se trata de una reivindicación partidista de ningún tipo, tampoco de ninguna ideología, sino de fidelidad al Evangelio y a la Tradición que habla de liberación y ensalzamiento de los humillados(as) como proclama María, nuestro modelo de creyente (Lc 1, 52). Hablemos, pues, con toda naturalidad, de las asimetrías entre hombres y mujeres como un reto que el Espíritu nos llama a resolver para plenificar mejor la vida de la Iglesia y la creación de Dios. Si somos hijas e hijos de Dios en la misma dignidad, la igualdad y la equidad son dos conceptos básicos para la sinodalidad. Nos cristifican. La sinodalidad nos descubre la alegría del cuidar, nos libera de los estereotipos que nos impiden vivir y para poder dar la comunidad y a la sociedad todos los dones que hemos recibido, más allá de nuestro sexo: liderar, enseñar, dirigir, cuidar, acompañar… son talentos repartidos por Dios que debemos hacer fructificar.

Extracto especial para Alandar del texto: Silvia Martínez Cano, “Hablar de sinodalidad es hablar de mujeres”, en Rafael Luciani y Mª Teresa Compte (coords.), «En camino hacia una Iglesia sinodal», PPC, Madrid 2020, pp. 347-368. ISBN 978-84-288-3568-8.


[1] Serena Noceti, «Reformas que queremos las mujeres en la Iglesia», en Mireia Vidal (ed.), Reforma y reformas en la Iglesia. Miradas críticas de las mujeres cristianas. Estella, Verbo Divino 2018, pp. 107-126, aquí p. 114.

[2] Noceti, op.cit., p. 123.

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