En estos días se ha abierto el debate y la posibilidad de que el Gobierno decrete la reforma del sistema financiero con especial atención, pero no solo, al papel que las cajas de ahorro tienen en él. Parece ser que se les va a exigir un aumento en su coeficiente de solvencia (capital sobre endeudamiento) hasta un 8%. Eso les supone a casi todas tener que acudir al mercado de capitales y “pedir”. Hay dos formas fundamentales de hacerlo: salir a bolsa y vender participaciones -privatizarse- o dejar que el Estado acuda a su llamada. Ninguna de las dos me gustan.
Las cajas de ahorros, cuya finalidad originaria puede considerarse social, están ahora en tela de juicio precisamente por haber perdido -en parte o incluso en todo- su espíritu fundacional. Su origen, ligado históricamente a instituciones de tipo benéfico, se debe al pensamiento de Jeremy Bentham, en la segunda mitad del siglo XVIII, quien consideró a las cajas como un instrumento de mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora. A principios del siglo XIX, las cajas canalizaban los ahorros de los obreros y también de la clase media, a la que no atendía la banca privada, orientada a la alta burguesía y a las grandes empresas. Sin embargo, en España, con el tiempo han experimentado una evolución que subraya cada vez más su carácter de instituciones económicas de naturaleza puramente crediticia, al menos en lo referido a las más grandes, que han dejado en manos de la Obra Social el compromiso con el interés general mediante la aplicación de sus remanentes, mientras que se han olvidado de dónde y cómo se originaba ese excedente y de cómo y para qué se gestionaba.
La pérdida de ese espíritu fundante de atender a los excluidos por la banca convencional de aquel entonces, la coyuntura de crisis que estamos viviendo, la alta competencia en el sector y la conciencia bienpensante del Norte que convierte a menudo la solidaridad en un bien de consumo y en mercancía a intercambiar han llevado a confundir de hecho lo que ahora trata de legislar el Gobierno. A medianoche de un día no muy lejano –septiembre- la carroza se convertirá en calabaza y cajas y bancos serán un mismo instrumento, tendrán una misma finalidad y filosofía, podrán actuar sin las restricciones que antes tenían las primeras en el mercado. La obra social pasará así a manos de una fundación, al igual que las que ya tienen los bancos comerciales y el negocio bancario pasará a manos privadas, supuesto que se utilice la primera de las opciones planteadas mas arriba. Efectivamente: los planteamientos de imagen y reputación corporativa que tienen las grandes corporaciones financieras, demostrados en proyectos de la llamada RSC -Responsabilidad Social Corporativa- no son a menudo sino meros programas de marketing solidario: fondos solidarios y éticos; tarjetas affinty, incluso microcréditos que lo único que hacen es dotar de financiación más o menos fácil a personas excluidas del sistema (papel antes reservado a las cajas) para que entren en él.
En la lucha contra las causas de la exclusión y el empobrecimiento (que es el que debería ser el verdadero objetivo del desarrollo) es necesario plantearse un cambio de paradigma y hablar del comportamiento del ciudadano económico que quiere transformar el mundo desde su aquí y su ahora, desde su cotidianeidad. Es así donde nacen planteamientos de ahorro ético y responsable, en el que los préstamos promuevan ciertos valores éticos o culturales, promuevan la creación de empleo estable, la generación de ingresos en los pobres, el cuidado del medioambiente y el fomento del asociacionismo, el cooperativismo y la solidaridad en general. Un ahorro en el que el principio rector sea el para qué y el porqué y qué. La cuestión estriba por lo tanto en que el dinero no se presta al pobre sólo porque sea pobre sino que se que se concede también valorando lo que el proyecto presentado tenga de transformador de la sociedad y la injusticia. Una banca ética, democrática, participada, transparente y, sobre todo, sin ánimo de lucro es quizá lo que yo propongo como sustituto de estas cajas de ahorro ahora fagocitadas por el sistema. Para muestra un botón. En estos días en que escribo esta columna celebramos que la campaña de recogida de capital social de FIARE –quizá el único ejemplo de todo el Estado español que cumple con los requisitos antes mencionados- ha alcanzado los 2 millones de euros y casi los 2000 socios entre personas y entidades. Carrozas que se convierten en calabazas hay muchas; el zapatito de cristal solo puede encajar perfectamente en el pie de una Cenicienta humilde, callada, tenaz y constante que paso a paso alcanza su sueño: unas finanzas al servicio de los ciudadanos y ciudadanas preocupados por hacer de éste un mundo mucho mejor.
- La justicia social pasa por una justicia fiscal - 29 de mayo de 2023
- Gasto militar y belicismo en España - 23 de mayo de 2023
- Mujeres adultas vulneradas en la iglesia - 18 de mayo de 2023