El 13 es un número que, para algunos, da mala suerte. Yo, por eso de mi habitual ánimo contracorriente, suelo tenerlo como numero talismán e, incluso, en aquellas aerolíneas que si tienen fila 13 de asientos -no todas lo tienen- suelo pedir sentarme en ella. Viene esto a cuento de que, sin darme cuenta, llevo casi trece años escribiendo mes tras mes esta columna y, a raíz de algunos comentarios recibidos sobre la última que escribí en noviembre, sobre el ébola y Teresa, he decidido confesar algunos “trucos” y dar explicaciones sobre cómo me enfrento al folio en blanco mes tras mes.
Lo primero que debo confesar es que nunca leo lo que escribo antes de enviarlo. Estas columnas salen como salen (del tirón) y rara vez las releo y las corrijo. También os confieso que lo primero que hago al recibir en casa alandar es ir a mi escalera y leer lo que un mes antes parí, a ver si tiene o no sentido.
En estos casi 130 escalones subidos con vosotros (trece años, diez meses) ha habido de todo: mal está que lo diga yo, pero algunas me han salido redondas y otras, la verdad, es que han dejado mucho que desear. Algunas han sido oportunas en tiempo, forma y contenido y otras, cuando las musas estaban dormidas, ha habido que parirlas con dolor y esfuerzo y han quedado como pegotes sin demasiado sentido. No obstante, estoy satisfecho en general –y la directora actual debe estarlo también pues, a pesar del relevo que hubo hace unos años, todavía no ha prescindido de mis servicios.
En noviembre dediqué, como bien sabéis, mi columna al tema del ébola, usando un lenguaje que trataba de ser irónico. Mi intención era doble: por un lado, recordar que el ébola en África sigue matando, cosa que a la gran mayoría de los lectores de alandar no hay que recordar, pero como esta columna luego se recircula, tuitea, menea y acaba en los lugares más insospechados, no estaba de más hacer; y, en segundo lugar, demostrar mi más profunda admiración y respeto por Teresa Romero, injustamente tratada por medios y autoridades.
Al parecer, esa ironía ha sido malinterpretada como mínimo en dos frases que copio a continuación. Decía: “Así pues podemos decir que, al menos en España, ya no hay ébola y el gobierno puede desmantelar su gabinete de crisis y el resto de españoles y españolas podemos respirar tranquilos, al menos hasta que al gobernante de turno se le ocurra volver a traer a otro contaminado y hasta que otra enfermera descuidada y poco profesional vuelva a poner en riesgo su vida y la de tantas personas de bien” y “a veces, cuando se infectan son traídos a España para que otra enfermera que ¡Dios no lo quiera! seguirá sin protocolo de actuación y sin condiciones para llevarlo a cabo en el caso de que lo haya, pueda, en un descuido, rozarse la cara con un guante”. ¡No! ¡No estaba acusando a Teresa ni de descuidada, ni de irresponsable, ni de poco profesional! Todo lo contrario. Pretendía usar las frases de la calle, los desafortunados comentarios acusatorios del Consejero de Sanidad de Madrid y sus secuaces para dar un giro algo mordaz a un tema muy grave. Si no se me entendió pido disculpas y reitero y manifiesto públicamente que la culpable de infectarse nunca fue Teresa, a la que no conozco pero que por lo que he podido ir oyendo, viendo y leyendo, es una persona que me merece respeto y admiración y considero que es una gran profesional.
Pues eso, queda dicho. Y en este caso, además, releído y repasado antes de ser enviado a imprenta, en contra de mi costumbre.
CODA: pretendía haber dedicado mi columna al 25º aniversario de la Convención de los Derechos de la Infancia, que acabamos de celebrar. En un mundo con las cifras de desigualdad que nos han contado recientemente Foessa y Oxfam en sus informes, la desigualdad y miseria infantil cobran, si cabe, una dimensión mucho más acuciante, desgarradora e indignante. Creo que es bueno reflexionar sobre si todos los niños y niñas del mundo son capaces de ejercer esos derechos. Lo dejo, pues, para enero (en plan carta a los Reyes Magos).
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