Mil veces buenas noches

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Al final del verano fui al cine. ¡Sí! ¡Al cine! La película, rodada en parte en la verde Irlanda y en parte en Afganistán y Kenya, llevaba por título Mil veces Buenas Noches y es muy recomendable. Narra la historia de una reportera gráfica en zonas de conflicto, una de las mejores fotógrafas del mundo que, con sus instantáneas, se acerca a realidades duras, muy complicadas y, gracias a ellas, el resto del mundo puede ser consciente de lo que está pasando allí: mujeres que se inmolan en Afganistán, llevando bajo sus burkas cantidades ingentes de dinamita que hacen estallar en mercados; campos de refugiados en los que imperan los señores de la guerra… Ella se acerca, vive en primera línea los conflictos y la violencia, con riesgo para su vida, es parte del espectáculo y no una mera observadora de las guerras desde los altos de un mirador.

La película nos cuenta sus apuros personales por conciliar su vida familiar y profesional: ella sabe que sin su cámara, sin sus objetivos, hay historias que nunca se contarían. Pero ella es madre de dos hijas –una de ellas adolescente que la admira y la odia a partes iguales- y mujer de un barbudo pelirrojo activista por el medioambiente marino. ¿Debe volver a jugarse la vida contando y fotografiando cómo los yihadistas, en un paso más, comienzan a usar niñas como armas humanas, corriendo peligro de que la bomba que estalle también la haga a ella saltar por los aires? ¿Debe ponerse ella en peligro y angustiar a toda su familia, que tanto la quiere, por fotografiar desde una mísera choza cómo un grupúsculo descontrolado de pistoleros masacra, asesina y arrasa un campo de refugiados, con el riesgo de que una bala pierda su trayectoria y acabe alojada en su pecho?

Al salir del cine Marta y yo comentábamos impresionados lo difícil que era tomar una decisión así, ya no sobre si debes primar tu vida profesional sobre la familiar (o, caso raro, al revés) sino sobre dónde colocar el compromiso con los oprimidos, con los que sufren, cuando se tiene –además- una familia que se queda en casa esperando (como el marido de la protagonista) la llamada de madrugada que te pone los pelos de punta y te hace llorar amargamente. (Nota para una escalera próxima: quizá sea esta una de las escasas razones que podrían llegar a justificar el celibato de los religiosos y religiosas; el que pueden llevar hasta el final su compromiso con los enfermos de ébola, con los refugiados… porque nadie les espera en casa. Triste pero, a la vez, necesario. Reflexionaré sobre ello).

El verano es una época de calor extremo que invita a la caída de la tarde a sacar la silla de enea a la puerta de casa, a la fresca, para charlar con los vecinos y vecinas, ver pasar a la gente y, en definitiva, a pasar el rato. Traigo esta costumbre de muchos pueblos hoy aquí porque este verano he visto en la televisión y en la prensa cómo esta tradición se reproducía allende nuestras fronteras y llegaba a sitios tan insospechados e inhóspitos como pueden ser los Altos del Golán. Familias enteras, aprovechando la caída del sol, sacaban sus sillas plegables de playa para ver los bombardeos de la cercana Siria y comentar la jugada. No sé si llevarían con ellos la tortilla y el botijo, pero alguna de las fotos publicadas en los periódicos era elocuente en su manera de mostrar la guerra espectáculo. Otra foto mostraba a una pareja de judíos ortodoxos, sentados en un mirador sobre la franja de Gaza conversando, como si de una puesta de sol se tratara, sobre los bombardeos que en ese momento estaban teniendo lugar sobre la tierra Palestina. El espectáculo de la guerra no es nuevo: ya en la famosa operación Tormenta del Desierto de hace una docena de años -y en las que vinieron después- los bombardeos sobre Irak y Afganistán se retransmitían, cual videojuego de consola, llegando en vivo y en directo a nuestras pantallas. También me viene a la memoria aquella foto en la que Obama, reunido con un selecto grupo de colaboradores, sentado frente al televisor, veía, con emoción parecida a una final de futbol o a la emisión del último capítulo de la última temporada de una serie de culto, la operación que terminó con Osama Bin Laden.

La protagonista de la película es espectadora privilegiada de realidades muy duras. No saca la silla a la calle a pelar la pava con los vecinos. No mira el conflicto desde lo alto del mirador. No toma partido, no impide determinadas situaciones, alguna de ellas muy dura, como cuando forran de dinamita a una niña afgana de apenas 12 años para que la haga estallar y, con ella, su cuerpo, pero las cuenta en primera persona. Sin tortilla, botijo ni silla plegable.

Si alguno vais a verla, contadme qué os parece. ¡Feliz otoño!

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