En Brasil, en el año que se cumplió, decenas de indígenas fueron asesinados por su lucha pacífica para mantenerse en sus territorios ancestrales. Para los pueblos indígenas, esa persistencia en la lucha por no dejar su tierra no es solamente una cuestión de necesidad material, sino de fe y espiritualidad. La relación con la tierra es para estas personas un sacramento de la intimidad con el misterio divino.
Como quiera que fueran muy incomprendidos y su fe, muy condenada, los indios e indias aprendieron a mantenerla como misterio. Una vez, un anciano indígena me dijo: “Es más fácil hablar de mi vida sexual que de mi religión”.
Actualmente, la cultura occidental no parece capaz de garantizar la continuidad de la vida sobre la tierra. Las religiones dominantes no han logrado desarrollar una mística ecológica que proteja la tierra. Por eso, los pueblos indígenas tienen abierto algo de su cultura religiosa para ayudar a la humanidad a cuidar de la madre tierra herida y a corregir el camino de la sociedad. En el pasado, los indios e indias fueron criticados por ser panteístas, como si afirmaran que las piedras, los ríos y animales –todo- es un dios. Esa visión es superficial y falsa. Los indios e indias no creen que todo es un dios, sino que Dios está en todo, presente en su misterio de amor. En los Andes, los quétchua, aymara y otros pueblos adoran a Dios presente en las montañas heladas y en el espíritu del cóndor y de los lagos andinos. En la Amazonia, los pueblos nativos veneran “la madre del río”. En el sur, el pueblo guaraní vive siempre la búsqueda de la Tierra sin Males.
Esos caminos espirituales pueden enseñar mucho a quien vive la fe cristiana. Ante todo, podemos aprender con las tradiciones indígenas la humildad de renunciar a definir cómo es Dios. Las espiritualidades amerindias nos hacen volver al precepto bíblico de no pronunciar el nombre divino. Por otro lado, su carácter comunitario es una profecía en ese mundo individualista. La comunidad es considerada como pedagogía de la intimidad con el Espíritu. También es importante el hecho de que los indios y las indias no pueden vivir el contacto con la divinidad sin apelar a la corporalidad, al erotismo y a los sentidos. El cuerpo, asumido como sagrado, ayuda a las personas a integrar mejor las dimensiones masculina e femenina del ser. Finalmente, la dimensión ecológica de la espiritualidad es esencial al mundo actual. Cuando, en los años ochenta, visité a Don Leônidas Proaño, pastor de los indios y las indias en Ecuador, me condujo a una ermita frente a uno de los más bellos volcanes helados de la región. En su ermita no había imagines. Solo una pared de vidrio que mostraba el volcán. El obispo me dijo: “Adoro esa montaña”. Para provocar, reaccioné: “Pensé que usted adoraba solo a Dios”. Él preguntó: “¿Hay alguna diferencia?”. Esa es la marca de la espiritualidad india en ese pastor, dimensión a la que se nos llama a vivir.