“Dios prepara para vosotros un porvenir de paz y no de desgracia. Dios os quiere dar un futuro y una esperanza”
Estas palabras del libro del profeta Isaías, que tanto le gustaban al Hermano Roger, fundador de la Comunidad de Taizé, bien podrían resumir el motivo por el que la comunidad de Taizé acoge a miles de jóvenes –y no tan jóvenes– a lo largo del año. Podrían expresar lo esencial que se quiere vivir en los encuentros de una semana en el pueblecito de la borgoña francesa: alimentar esta esperanza a la que se refiere Isaías a través de la oración común y buscar juntos caminos para hacer de la tierra un lugar más habitable, un lugar en el que reine la justicia y la paz.
Todo comenzó en 1940 cuando, a la edad de veinticinco años, el hermano Roger deja su país natal, Suiza, para ir a vivir a Francia, el país de su madre. Había estado inmovilizado durante años por una tuberculosis pulmonar. Durante esta enfermedad había madurado en él la llamada a crear una comunidad. Y se estableció en un pueblecito llamado Taizé. Se trataría de una comunidad monástica, pero nunca exenta del compromiso con los más necesitados. Desde el comienzo, en plena Segunda Guerra Mundial, el hermano Roger y sus primeros hermanos acogieron a personas que pasaban por alguna prueba en sus vidas: desde refugiados que escapaban de la guerra, hasta veinticinco niños huérfanos de la misma.
Y desde esos momentos hasta la actualidad, la Comunidad de Taizé ha vivido estas dos realidades en estrecha relación. “Lucha y contemplación”, como le gustaba al Hermano Roger decir, han estado siempre presentes en Taizé. Este ha sido y es el mensaje que quieren transmitir a tantas personas que acuden a la colina a compartir la oración de los monjes y su estilo de vida durante una semana.
Parábola de comunión
Al contrario de lo que cabría suponer, Taizé no es un movimiento de masas. Cada persona se pone en camino, sale de su país impulsada por una búsqueda, una búsqueda de Dios y de caminos de comunión entre todos los seres humanos. Acuden desde diferentes iglesias y diferentes tradiciones religiosas. Acuden atravesando fronteras humanas y geográficas. Y no acuden para buscar aquello que les separa, sino lo que tienen en común y les une. En este sentido, cada día se asiste a un pequeño milagro: en la comunidad de Taizé viven hermanos procedentes de las distintas iglesias cristianas, con el único fin de ser “una parábola de comunión”, es decir, con la única pretensión de ser signo de que la comunión que nos une en Cristo va mucho más allá de aquello que los seres humanos hemos creado para separarnos.
Durante los encuentros que se dan en Taizé, cada semana, se comparte la oración tres veces al día y tienen lugar encuentros de reflexión, así como talleres en los que se tratan temas tan actuales como la violencia, las divisiones entre los pueblos, la llamada a la solidaridad, etc.
La oración de la comunidad, compartida con todas las personas que están de visita, es una oración litúrgica, pero “adaptada a las circunstancias”, puesto que en cada una de ellas hay miles de personas de distintas lenguas orando juntas. Por este motivo, se ora a través de cantos meditativos compuestos en diversas lenguas. Así, cada persona puede, en algún momento, orar en su idioma materno.
El canto que une
La oración cantada es una de las expresiones más esenciales en la búsqueda de Dios. Los cantos breves y repetitivos destacan el carácter meditativo. Con pocas palabras enuncian una realidad fundamental, rápidamente captada por la inteligencia. Infinitamente repetidos, esta realidad es poco a poco interiorizada por toda la persona. Los cantos meditativos nos abren también a la escucha de Dios. En una oración común, estos cantos permiten que todos los participantes permanezcan juntos en la espera de Dios, sin que el tiempo sea demasiado limitado. Para abrir las puertas de la confianza en Dios nada reemplaza la belleza de las voces humanas unidas por el canto. Esta belleza puede hacer entrever “la alegría del cielo en la tierra”, como expresan los cristianos de Oriente. Y una vida interior comienza a desarrollarse. Los cantos de Taizé atraen tanto a jóvenes y adultos como a los niños. Orar juntas todas las generaciones es algo que emociona.
La vocación ecuménica de esta comunidad la lleva a buscar la reconciliación no sólo en Taizé, sino también a través de encuentros en distintos países del mundo, que les gusta llamar “Peregrinación de confianza a través de la tierra”. En estos encuentros, miles de jóvenes son acogidos en familias pertenecientes a parroquias locales de la ciudad en que se realiza el encuentro. Participar en el encuentro, de un modo u otro, acogiendo o siendo acogido, significa atravesar fronteras y tejer lazos de comunión en la familia humana. También cabe señalar que muchos hombres de Iglesia han visitado y visitan Taizé. Así, la comunidad ha recibido al Papa Juan Pablo II, a tres arzobispos de Canterbury, a metropolitas ortodoxos, a los catorce obispos luteranos de Suecia y a numerosos pastores del mundo entero.
Acoger sin medida
Los hermanos viven de su propio trabajo. No aceptan ningún donativo. Tampoco aceptan para sí mismos sus propias herencias, sino que la Comunidad las dona a los más pobres.
Algunos hermanos de Taizé viven en lugares desfavorecidos del mundo para ser allí testigos de paz y para estar al lado de los que sufren. En estas pequeñas fraternidades en Asia, en África y en América Latina, los hermanos comparten las condiciones de vida de aquellos que les rodean, esforzándose en ser una presencia de amor al lado de los más pobres, de los niños de la calle, de los prisioneros, de los moribundos, de aquellos que han sido heridos hasta en lo más profundo por causa de rupturas de afecto o por abandono.
Por último, un recuerdo para el Hermano Roger, fundador de la comunidad. Fue un hombre de Dios, que vivió siempre en la confianza en Dios y en los seres humanos. Esa confianza profunda tal vez fue la que le llevó a una muerte como la que tuvo, aparentemente absurda. El 16 de agosto de 2005, a la edad de 90 años, fue asesinado durante la oración del atardecer. Acoger sin medida es un riesgo que él corrió: acoger a todos, sin condiciones, como él se sintió acogido durante toda su vida por Cristo. De esta manera, encontramos el siguiente texto en uno de sus diarios:
“ Si la confianza del corazón estuviera al principio de todo…
Si ella precediera toda acción, pequeña o grande, tú irías muy lejos.
Percibirías personas y acontecimientos no con esa inquietud que aísla
y que no viene de Dios, sino desde una mirada interior de paz.
Así llegarías a ser fermento de confianza hasta en los desiertos de la familia humana, incluso allí donde se desgarre. Si todo comenzase con la confianza del corazón, quién se preguntaría: ¿qué hago yo en la Tierra?.
Soplo del amor de Cristo, Espíritu Santo, tú depositas en cada uno la fe, que es como un impulso de confianza vuelto a tomar mil veces en el trascurso de nuestra vida; una confianza muy sencilla, tan sencilla que todos la pueden acoger.”
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