He dejado pasar unos días, deliberadamente, viendo cómo evoluciona el feo asunto del Vaticano y los lefebvristas. O, por mejor decir, qué consecuencias va teniendo en lo que atañe a este blog, que es el diálogo interreligioso. Hoy, por fin, me he rendido ante el hacer de Benedicto.
Sus últimas actuaciones ya indicaban poca predisposición (real, claro) a tratar con otras religiones o, al menos, poca sensibilidad hacia ellas. Pero esta vez ha conseguido superarse a sí mismo: ha logrado poner en su contra a los judíos, a los protestantes de su propio país y hasta a muchos católicos. Algunos, según dicen, han comenzado incluso a apostasiar.
Siempre he pensado que poca fe tiene alguien que dice perderla por un hombre como Ratzinger. Si crees de verdad en Dios, ¿dejas de hacerlo por lo que diga o haga otra persona, por muy papa que sea? No, desde luego. Por eso, creo que la intempestiva reacción de estos “renegados” tiene que ver más con la cultura consumista en la que todavía –no sabemos por cuánto tiempo- vivimos. Y, más concretamente, con la relación clientelar que se establece hoy con los llamados fieles para los que, con frecuencia, las iglesias no son más que proveedoras de servicios. Porque, como ha escrito José María Castillo, está claro que espiritualmente satisfacen ya bien poco. Y no hablamos sólo de la católica.
Intentaré explicarlo con dos ejemplos, aparecidos en los últimos días en la prensa. Este viernes, el diario barcelonés La Vanguardia publica en su contraportada una entrevista con John Webster, director de cine finlandés. Este señor, que ha dedicado su vida y su profesión a defender causas perdidas, confiesa: “Soy anglicano, pero eso va perdiendo importancia en mi vida”.
El segundo ejemplo, referido a Estados Unidos, procede de una agencia de noticias y lo publicó el jueves el diario La Croix. Como está escrito en francés, me permito traducirlo:
“Los protestantes americanos son menos fieles a su Iglesia que a su marca de dentífrico: es la conclusión de un estudio realizado a comienzos de enero por Ellison Research con 1007 personas. Según esta encuesta, sólo el 16 por ciento de las personas interrogadas afirmaron que no contemplarían cambiar de Iglesia. En conjunto, la mayoría de los que frecuentan regularmente una Iglesia –siete de cada diez- declara que está “al menos relativamente abierta a un cambio de Iglesia”. Entre los católicos practicantes, el 60 por ciento sólo contempla la pertenencia a la Iglesia católica romana.”
Es decir que, ahora que parece que los ateos están más pendientes de Dios que los propios creyentes, resulta que éstos no se sienten parte de la Iglesia, que no la consideran como algo propio y que cada vez tiene para ellos menos importancia. Digamos que la ven más como algo que está a su servicio y que, llegado el caso, si no les gusta como les atienden, se cambian. Así de fácil. Y el matiz es importante, porque no estamos hablando de cambiarse de parroquia, sino de confesión.
De todo esto se desprenden, a bote pronto, varias conclusiones:
Mientras los líderes religiosos se llenan la boca con la necesidad del diálogo ecuménico y, al tiempo, se enrocan en asuntos como la primacía de Roma, los fieles no ven obstáculos reales para ir de una confesión a otra. Al fin y al cabo, Jesús está en todas, ¿no?
Parece que los protestantes son más “picaflores” que los católicos. Puede que a los obispos estadounidenses les parezca tranquilizador. A mí, si estuviera en su lugar, me preocuparía seriamente que ¡¡el 40 por cierto!! se planteara dejarme por la competencia.
Los dirigentes eclesiales, sin distinción, deberían consultar a los fabricantes de pastas de dientes. Al menos ellos, satisfacen las expectativas de sus clientes.