Mientras la prensa española llenaba sus páginas con despedidas a Michael Jackson, alabanzas a Cristiano Ronaldo o improperios a Francisco Camps, en las lejanas -para nosotros- tierras de Kazajistán tuvo lugar la semana pasada un encuentro que ha pasado desapercibido para los avispados periodistas patrios: un centenar de responsables religiosos internacionales se reunieron, a invitación del presidente kazajo, para promover “un mundo de tolerancia, respeto mutuo y cooperación”.
Quince delegaciones representando al islam, el cristianismo, el judaísmo, el budismo, el hinduismo, el sintoísmo e incluso el zoroastrismo han participado en el III Congreso de Religiones Mundiales y Tradicionales que se celebra en Astana, la capital kazaja. Los dos anteriores, en 2003 y 2006, debatieron sobre los valores universales y la implicación de los creyentes en la mejora del mundo.
Hay que decir que estos congresos son una iniciativa personal del presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbayev. Un hombre marcado, según su biógrafo, el británico Jonathan Aitken, por las mitologías kazajas en su infancia, y más adelante por el islam, del que acabaría alejándose para convertirse en un deísta escéptico. “Las religiones le interesan mucho, y las conoce muy bien aunque no pertenece a ninguna. Lo que quiere es establecer en su país los principios de libertad y tolerancia religiosa y protegerlo de los fundamentalismos”.
De momento, parece que lo está consiguiendo: este país de una superficie quince veces mayor que España y apenas 15 millones de habituales, cuenta con 150 grupos étnicos (kazajos, rusos, kirguisos, uzbekos, tayikos…) y 45 confesiones distintas: 2.229 mezquitas, 258 iglesias ortodoxas, 93 iglesias católicas, 6 sinagogas, más de 500 lugares de culto protestantes…
Las conclusiones del encuentro, claro, han sido muy genéricas: se dijo, por ejemplo, que la paz es un don de Dios, pero que debe ser fruto de la cooperación entre los hombres. Se habló igualmente de los valores comunes a toda “la familia humana”, de que hay que dar prioridad al diálogo intercultural e interreligioso en un mundo amenazado “por la utilización perversa de las religiones” o de que “la única guerra santa es por la paz”.
Y por supuesto, no ha dejado de haber fricciones. El lema elegido para este año justificó la presencia de algunos líderes políticos, entre ellos el israelí Simon Peres que vio cómo, durante su intervención, la delegación iraní abandonaba la sala. Del mismo modo, el gran rabino askenazi de Israel, Yona Metger, blandió la foto de un soldado secuestrado reclamando “para él también, el derecho a la paz y al amor”.
Pero, con todo, el simple hecho –tan inhabitual- de ver sentados en la misma mesa al jeque Abdulah Al Turki, secretario general de la Liga Musulmana Mundial y a dos grandes rabinos de Israel es ya formidable, por mencionar sólo a dos de las grandes religiones monoteístas.
Y sólo un lamento común: que no haya habido una oración común por la paz y la concordia, “cada uno según su manera de hablar con Dios”, como señaló Marco Impagliazzo, presidente de San Egidio, a semejanza de los encuentros interreligiosos que organiza esta comunidad siguiendo el espíritu de Asís. Igual dentro de otros tres años se consigue.
Mientras, mis improbables lectores, pasen ustedes un feliz verano.