Los hombres (y las mujeres) de blanco

En esta España cada día más pobre, la mayoría silenciosa aún se preocupa por los prójimos menos próximos. Mientras nuestros jerarcas eclesiásticos siguen mudos ante la que está cayendo, muchos cristianos darán muestra de su generosidad este 21 de octubre, Domingo Mundial de las Misiones. El Domund, en feliz hallazgo del gran misionero que fue don Ángel Sagarmínaga.

El Domund –cuya preocupación por los prójimos más lejanos se mantuvo firme incluso en peores tiempos que estos- enseñó a ser solidarios casi desde la cuna a varias generaciones de españoles. Tiernos escolares, recorríamos las calles armados con huchas amarillas o negras –algunas, las mejores, policromadas- con rostros de “chinitos”, “negritos” o “inditos andinos”.

Pedíamos para aquellos misioneros de nuestra infancia, que habían abandonado su tierra llenos de fervores evangelizadores, prestos a convertir infieles y dispuestos a morir por la causa. No tardaron en darse cuenta de que, donde llegaron, había muchas más cosas que atender. Y, sin esperarlo, se convirtieron en precursores de las ONG de ahora: allí había que financiar un pozo o construir un dispensario; aquí, levantar una escuela o apadrinar un niño.

De aquellos religiosos y religiosas se recibían regularmente noticias por sus “cartas”, impresas en hojas de multicopista, de color amarillo o verde pálido, a veces con reproducciones de fotos en blanco y negro, que iban de mano en mano. Y por sus crónicas, vívidas y coloridas, llenas de aventuras reales, escritas con cierta dosis de tipismo, mucho idealismo y algo de paternalismo, que se leían con avidez en revistas como Catolicismo, El Siglo de las Misiones o Pueblos del Tercer Mundo.

De vez en cuando, volvían a España, y hacían una gira de conferencias, cargados con diapositivas o películas. Cura en el Amazonas, religiosa en África o jesuita en Alaska, veíamos sus siluetas frágiles, sus túnicas, saris o camisas flotantes, sus pieles apergaminadas por el sol o el frío, pero estiradas por una sonrisa luminosa, rodeados por las gentes con las que habían decidido vivir y cuya lengua y costumbres –y alegrías y penas- hicieron suyas. Se iban otra vez en cuanto podían. Durante su paso, tenían tiempo de concienciar de la miseria y la injusticia de lo que se llamaba el Tercer Mundo.

Aquellos hombres y mujeres de blanco ya no están con nosotros. Fueron muriendo en esos rincones lejanos, que consideraban su casa. Sus nombres ya no identifican los proyectos en los países en desarrollo, que son gestionados por sus propios habitantes y se incluyen en programas más amplios: ya no se dona para el padre Pérez, sino para la asociación no gubernamental que continúa hoy su obra.

No importa. Ellos y ellas son el símbolo de una Iglesia de los pobres, del pueblo, de todos. Y siguen recordándonos, como entonces, que esa Iglesia –la real- tiene las dimensiones del mundo y no las de un Estado de 44 hectáreas, aunque se llame Vaticano y esté en la ciudad eterna.

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