Prestigios obsolescentes

Cinco millones. Son los iPhone 5 que Apple ha conseguido vender en apenas diez días. Uno no sabe si son muchos o pocos, pero al parecer los mercados esperaban más y se sienten decepcionados. Claro que los mercados siempre tienen grandes expectativas. Y no son los únicos. Hasta Paul Krugman, el economista de cabecera de la izquierda anti-crisis y del New York Times, aseguraba hace nada que el lanzamiento del nuevo iPhone “podría suponer un importante estímulo para la economía estadounidense y contribuir notablemente al crecimiento económico a lo largo del próximo trimestre o de los dos siguientes”. ¿Por qué? Porque inducirá a la gente a gastar más.

Hay que reconocer que, al menos en eso, los de Apple son unos maestros. Uno tampoco sabe si las “funcionalidades revolucionarias” de este nuevo aparato son tan maravillosas como dice la empresa o si mejorarán sensiblemente la calidad de vida de sus compradores. Pero sí sabe que ésta es la sexta versión en cinco años –el primer iPhone salió en 2007-, y que todas se han vendido como rosquillas. Dicen los que saben más que uno que es una cuestión de ostentación, y que tener el último modelo aporta prestigio social. Uno no lo entiende muy bien: ¿qué prestigio, si resulta que lo compra casi todo el mundo? Pero sí: venderse, se venden.

Y, en esta ocasión, Apple ha rizado el rizo. Porque el nuevo iPhone ha llegado con nuevos conectores, cargadores, transformadores, etc., incompatibles con los 183 millones de otros iPhones, los 73 millones de iPad y los 275 millones de iPod que ya circulan por el mundo, con lo que el comprador del teléfono tiene que comprar también -de nuevo- todo lo demás. En realidad, esto no es más que un nuevo capítulo de la larga relación de Apple con el tema de la obsolescencia programada. En 2001, vendieron un iPod que duraba lo que duraba su batería, que no se podía cambiar. El iPhone 3G, lanzado oficialmente en julio de 2008, ya no se puede actualizar y sólo algunas de sus aplicaciones siguen funcionando. Y así. Se calcula que la vida media de un producto Apple está en torno a los tres años y medio.

La obsolescencia, como dice Krugman, puede ser un potente estimulador económico a corto plazo. Pero, como se ha encargado de recordar la sección francesa de la organización Amigos de la Tierra, también tiene un fuerte coste ecológico y social. Detrás de toda esta quincallería electrónica de permanente novedad consumista y con fecha de caducidad se esconde una dura realidad de despilfarro y saqueo generalizados en un mundo con cada vez más escasos recursos naturales.

Estos teléfonos “inteligentes” utilizan tierras raras, elementos altamente contaminantes y difícilmente reciclables, cuya explotación masiva en varios países del África subsahariana –la extracción del coltán, por ejemplo, en el Congo es una de las razones de la guerra civil larvada que sufre el país-, está provocando la destrucción de bosques, la polución de ríos y fuentes y la acumulación de residuos.

Los Amigos de la Tierra no son tan ingenuos como para reclamar que dejen de fabricar iPhones. Solo piden que se amplíe de 2 a 10 años la garantía de los productos informáticos y electrónicos y que se obligue a los fabricantes a vender repuestos y actualizaciones durante esos diez años. Por si alguien le coge cariño a su viejo aparato y, por amor, está dispuesto a aguantarlo toda una década aunque su reputación social acabe por los suelos.

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