Padre, odio a los musulmanes, ¿es grave?

“Soy cristiano, católico practicante y no puedo soportar a los musulmanes. Podría decir que casi los odio. ¿Es muy grave? Dice un sacerdote de mi iglesia que ambas cosas no son compatibles. Me gustaría saber lo que piensa usted”. Antonio C.

Esta carta que me ha llegado creo que refleja un sentimiento bastante compartido, una herida y una contradicción interna que muchos creyentes sufren. Me gustaría salir de los tópicos del tipo: no hay que generalizar, no todos los musulmanes son terroristas, intolerantes, algunos han sido manipulados, llevados a abrazar objetivos (que otros no reconocen como del Islam) por jefecillos irresponsables, la mayor parte de los musulmanes son buenos vecinos y ciudadanos, es peligroso sembrar el pánico…

Me gustaría superar el primer juicio que nos sale espontáneamente: este señor es un racista, porque la mayoría de los cristianos seguramente reconocemos parte de este sentimiento. En parte inducido por los medios de comunicación, por una cierta actitud histórica de la Iglesia, contagiado por las opiniones de algunos, por el desconocimiento que tenemos de nuestros vecinos, del mismo Islam. Lo cierto es que no nos es fácil decirle a Antonio que “no debe sentir así”.

Una educación antirracista que se base en el “deber ser”, no es eficaz. Esta empieza por reconocer nuestros miedos. Por aceptar que dentro de nosotros encuentran espacio muchos prejuicios, nacidos por transmisión sociocultural, pasados por nuestras familias, por los libros de texto, a menudo por la misma escuela, de generación en generación.

Empieza por reconocer que sin prejuícios no podemos vivir (quien piense que no tiene prejuicios, se engaña) que éstos no son ni buenos ni malos, son sólo son un mapa (cultural) con el que podernos mover con agilidad en las relaciones, y ahorrando energía. Que los estereotipos nos ayudan a conocer el mundo y a orientarnos fácilmente, pero que su peligro está en su rigidez, en el peligro de convertirse la puerta no sólo de acceso a las personas, sino también de salida. Confundir prejuício con juício es muy frecuente. (Y no se trata de esconder la verdad, de renunciar a denunciar los hechos graves, la violencia, la injusticia, la violación de las reglas de convivencia.)

Aceptar todo esto nos hace más clementes con nuestras propias contradicciones y con las de los demás. Tal vez entendamos mejor cómo nace la “Idea de Enemigo”, cuan fácil sea crear grupos separados y situar el nuestro entre “los buenos” y el otro entre “los malos”. Que un conflicto suele llevar a la radicalización de las posiciones en defensa propia, y que este cierre de posiciones impide el intercambio de informaciones, de puntos de vista, de necesidades… aumentando de ese modo la distancia entre los grupos enfrentados (que sean ultras, ideológicos, políticos, religiosos…) y el proceso de deshumanización del adversario (percibido como bestia no humana, no digna de vivir, tal vez digna de la pena de muerte…?). El odio genera monstruos y procura sólo infelicidad. Como cristianos, nos toca estar atentos a las señales que nos llegan de nuestro entorno, para, antes de que nazca el odio, favorecer espacios de verdadero encuentro entre las personas, para que pueda emerger la humanidad escondida por el prejuicio y el miedo.

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