Déjame cuidar mi viña de cuatro patas

Herco (a la derecha) y Lillo (a la izquierda) tomando el sol en el jardín.  En estos días, muchas personas se extrañan de que yo actualmente tenga en mi casa a dos perros guía. Realmente sólo uno lo es -que se llama Herco- y hace un mes que me lo acaban de proporcionar la Fundación ONCE del Perro Guía, pues el otro, Lillo, ya pasó a la reserva: ellos también se jubilan para poder ser ya como mascotas pero, eso sí, con toda la educación y buen comportamiento que se han sabido fraguar durante toda su vida activa.

Cuando llega este momento del cambio, la persona ciega puede quedárselo, como yo he hecho, pero claro, si no tienes una persona contigo que te ayude, estar con dos perros en casa es complicado. Por eso, también se ofrecen dos posibilidades más, como son la de que vuelva a su punto de origen (las fantásticas instalaciones de la Fundación en Boadilla del Monte) o la opción de cederlo para que sea acogido por familias que optan por esta opción altruista y solidaria.

La cuestión de fondo es que en esta sociedad utilitarista en la que no vale lo que no es rentable aparentemente, un perro guía que ya no guía no tiene, para mucha gente, razón de ser. Por ejemplo, en Estados Unidos a los perros guía jubilados se les sacrifica, ya que tienen el concepto de que en casa, aparte del microondas y la nevera, tienen al perro guía y, cuando no funciona como tal, se cambia y listo. Entonces… ¿por qué no me quedo sólo con el más joven y útil?

Me venía a la cabeza la parábola del viñador, cuando el propietario de una higuera que no daba frutos le dijo: “Llevo ya tres años viniendo a esta higuera en busca de fruto y no lo encuentro. Córtala. Para qué va a estar ocupando terreno inútilmente. Y el viñador, sacando la cara por aquella higuera, le reclamó: ‘Déjala todavía este año, yo la cavaré y le echaré abono. Luego, si no da fruto, ya veremos lo que hacemos…”.
¡Qué semejanza con esta experiencia que estoy viviendo con mi perro guía jubilado! Todo lo que aporta lo aparentemente inservible que no se cuantifica y también llena. Compañía, cercanía y un débito moral de que cuando un ser vivo o humano no puede, ahí deben estar otros echándole una mano, como ese Dios que dice en la parábola: “Yo mismo la cavaré y echaré abono”. Un Dios que se remanga y que se pone a trabajar para que su creación dé lo mejor de sí. Un Dios para el que nada ni nadie está “ocupando terreno inútilmente”.

Por todo esto, estoy orgulloso de haber tomado esta decisión de quedarme hasta que Dios diga con Lillo, que, aunque no pueda guiar, de salud se encuentra muy bien. Sí supone más trabajo, más complicaciones y cambiar hábitos y horarios en función de los dos perritos. En conclusión, otra experiencia que me está marcando por disfrutar de la vida en todas sus fases y, a la vez que yo me voy haciendo mayor, me acuerdo mucho de ese refrán que dice: “De cuarenta para arriba, no te mojes la barriga…”. Eso sí, espero también yo en mi vejez contar con alguien que me escuche, me acaricie, me saque a la calle y, en definitiva, me quiera: sin duda, esa es la clave de la vida.

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